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Full text of "Eduardo Acevedo Diaz Soledad. Combate De La Tapera"

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SOLEDAD 
y 

EL COMBATE DE LA TAPERA 




Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social 

BIBLIOTECA ARTIGAS j 
Art. 14 de la Ley de 10 de agosto de 1950 

COMISION EDITORA 



Justino Zavala Muniz 
Ministro de Instrucción Publica 



Juan E. Pivel Devoto 
Director del Museo Histórico Nacional 



Dionisio Trillo Pays 
Ditector de la Biblioteca Nacional 

Juan C Gómez Alzóla 
Director del Archivo General de la Nación 



■3 



Colección de Clásicos Uruguayos 
VoL 15 

E ACBVBDO DlAZ 
SOLEDAD y EL COMBATE DE LA TAPERA 

Preparación del texto a cargo de 
Sofía Corchs Quíntela y Angel Fama 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



SOLEDAD 

Y 

EL COMBATE DE LA TAPERA 



Prólogo de 
FRANCISCO ESPINOLA 



MONTEVIDEO 

1954 




,1.: . í 



■•4* 




PRÓLOGO 



* Eduardo Acevedo Díaz nació en la villa de la 
Unión, el 20 de Abril de 1851 y murió en Buenos 
Aires el 18 de Julio de 1921. Sus ascendientes, por 
ambas ramas, pertenecieron al patriciado nacional Y 
remontando su genealogía se halla, entre guerreros 
y hombres de pensamiento y de derecho, un compa- 
ñero de Colón y las figuras casi legendarias de tres de 
los trece que se pusieron al lado de Pizarro cuando 
éste trazó una línea con su espada sobre la playa de la 
Isla del Gallo y señaló el camino del Imperio fabu- 
loso. Corría por sus venas, pues, sangre de seres poco 
comunes, cuando no extraordinarios, de los impelidos 
a una vida intensa, proyectada en la acción o en el 
pensar, abarcadores de horizontes siempre más am- 
plios que aquel que circunscribe en la mayoría el 
instintivo egoísmo personal. Escenas desmesuradas y 
detenidas en el tiempo por el índice de la Historia, 
personajes de espectacular sugestión, fragores de luchas 
enconadas, pueblos enteros y culturas defendiendo su 
destino o arrebatando el ajeno, conciencias empeña- 
das en discernir justicia, plumas puestas a fijar la per- 
petuación del pasado o a aleccionar a los hombres en 
los primeros intentos de proselitismo político por la 



[VII] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 




persuasión (1) todo esto resuena en el existir 
Acevedo Díaz niño para seguirle cual cosa eviterna t V- 
con su rumor, a la manera de la recóndita voz de£¡&~«, 
mar en la concavidad del caracol * ¡j 

Y ello se prolonga en una naturaleza privile- - 7f 
giada, moldea y ennoblece un alma creadora, tora - j¿ 
con sigilosos dedos exigentes un corazón que rebosa " 
de generosas aspiraciones y que, como veremos en -i 
mención ineludiblemente sucinta, no conoció el miedo' ^jf 
ni la doblez, lo que le permitió soportar el peso 4» ; 
su destino. Tendencias superiores, que florecieron casi ' * 
siempre aisladas, detiénense, por fin, confluyendo **> 
hacia un solo ser, para formar haz apretado y ofrece^ . ¿¿ 
de esa manera, un tipo humano fundamental. A$f* J¡ 
Eduardo Aceveído Díaz resultó una encrucijada qué*—-,/ 
se cierra por el surgimiento de su propia presencia !*, 
como por rotundo y espléndido monumento. J * 

De los dos aspectos de su personalidad que gra* 
vitaron intensamente en nuestra sociabilidad debemos [< 
relegar uno de ellos, el político, a la espera de que - ; 
la Historia, apreciando sin odio y sin amor un pasadeí , J 
complejísimo y aún hoy candente en el alma coleg&j' - 
va, establezca la justicia que corresponde. Pero, se¿ 
como sea, esta es la verdad, la voluntad resulta ina* k - - 
potente para borrar del espíritu, en la evocación de Ut*/* 



i 1 ) Su abuelo, el general Antonio Díaz, fundó en Mon* « 
tendeo el primer diario que justifica el nombre de tal: ,l B| 
Universal". Anteriormente, había sido de los redactores de °L« - y 
Aurora" 1 1823 J Fué de los siete jefes que envió engallados 
el gobierno de Buenos Aires a Artigas, quien los devolvió ma- 
nifestando que el no era verdugo Peleó en Ituzaingó Ha de- 
jado sus memorias, aún inéditas. Su tío, el coronel AntOBH* 
Díaz, hijo del general, escribió la "Historia política y inilitflf 
de las repúblicas del Plata". . I 



{VIH] 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



sagradas tradiciones, la presencia de Eduardo Acevedo 
Díaz entre las imágenes que concretan las largas ho- 
ras sombrías de las luchas por la libertad y la convi- 
vencia democrática; al que, joven estudiante de De- 
recho, se hace a los 19 años soldado de Aparicio y, 
cinco después, irrumpe entre las huestes de la Trico- 
lor; a quien con Agustín de Vedia y Francisco La- 
bandeira, a la luz de las lanzas montoneras del año 70, 
levanta el verbo de la futura civilidad desde el dia- 
rio del ejército, desde "La Revolución", en cuyas co- 
lumnas se exponen los principios que más tarde da- 
rían su plataforma al Partido Nacional; ai conspirador 
y al periodista que, de vuelta de la guerra, incesante- 
mente se juega la vida por señalar con índice de fuego 
a los déspotas y a sus aprovechados turiferarios, al 
mismo tiempo que por enardecer la fibra revolucio- 
naria desde "La República" y desde "La Revista Uru- 
guaya' hasta "La Democracia" y "La Epoca" y "El 
Nacional" en artículos tan magistralmente realizados 
que todavía conserva la memoria del gentío, en una 
inaudita persistencia que no tiene parangón en el his- 
torial del periodismo de América; como tampoco lo 
tiene el poder penetrador de su oratoria, al puntó de 
que, aún hoy, no es cosa sorprendente el escuchar de 
labios de viejos luchadores, en cualquier pago de la 
patria, períodos enteros de los discursos con que Ace- 
vedo Díaz inflamaba el corazón de las muchedum- 
bres, por única vez hasta entonces atraídas para otra 
cosa que para la guerra, en las primeras asambleas 
políticas a campo abierto que tuvieron lugar en el país. 

Sí, sea como sea, esta es la verdad, resulta impo- 
sible el eliminar de la tradición democrática, que de- 
bemos depositar en los hijos como estímulo y como 
aglutinante, al primer caudillo civil que tuvo la Re- 

[IX] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



pública; a aquel que en 1895, puesto por las juven- 
tudes blancas al frente de "El Nacional", cumple el 
propósito de encender la fibra de su colectividad des- 
moralizada, sin organización y sin sus grandes caudi- 
llos militares de antaño, a fin de hacer frente al go- 
bierno en el terreno que exigieran las circunstancias, 
después del colmo de la impudicia de las elecciones 
del 93 Resulta difícil olvidar esto porque en tal mo- 
mento se inicia en el Uruguay el azaroso proceso del 
requerimiento directo a las masas para agruparlas en 
torno a figuras civiles, inculcándoles una hasta enton- 
ces desconocida o aun desdibujada responsabilidad 
personal inalienable. El día que se discrimine con 
justicia se verá que, en la formación de la conciencia 
democrática del Uruguay, de que tan orgullosos esta- 
mos, la intervención de Acevedo Díaz fué, o decisiva 
o, por lo menos, de importancia fundamental 

Por sus facultades y el influjo natural de las cir- 
cunstancias se constituye, decíamos, en el primer cau- 
dillo civil que tuvo la República. La actividad de Ace- 
vedo Díaz al hacerse cargo de "El Nacional" es 
sobrehumana. Organiza comités, escribe editoriales 
doctrinarios y sueltos de certera agresividad, pronun- 
cia conferencias, marcha a campaña a propagar sus 
ideas y su fe. Las multitudes se electrizan. Su esplén- 
dida figura, ''hasta de espaldas imponí a'\> se yergue 
a veces, como en San José, ante siete mil hombres 
que, en la encrucijada de la inercia atávica y el futuro 
de la civilidad que ellos mismos tendrían que crear 
a tientas, exteriorizan en forma simbólicamente 
opuesta el entusiasmo bajo la voz magnifica; unas 
veces con sus aplausos ruidosos y todavía desacompa- 
sados; otras, cimbrando en alto el brazo diestro, como 
sintiendo nuevamente ya dentro del puño el astil de 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



la lan2a. Ante ellos Ja palabra de Acevedo Díaz há- 
cese llana, intencionadamente humorística, rotunda- 
mente gráfica y elemental. Y no era esto demagogia 
sino piadosa entrega, fruto de la ardiente necesidad 
que obligaba a un humilde plegamiento hacia formas 
de lenguaje capaces de iluminar a aquellos seres; 
ello nacía por la imperiosa simplificación inocente a 
que tenían derecho los hombres rudos y buenos a 
quienes se dirigía En la conciencia colectiva de tierra 
adentro — decíamos desde un estudio sobre nuestro 
escritor, y es esto muy importante para la historia de 
las ideas en el Uruguay — por primera vez se perfila, 
no ya como duro pero al fin y al cabo varonil des- 
plante provocativo sino como repugnante delito mo- 
ral, la perturbación del proceso eleccionario o la fran- 
ca intromisión de la fuerza. Se empieza a integrar en 
las masas el sentimiento de patria experimentado en 
forma de mera noción estática con el de una diná- 
mica del derecho que se ejercita como función inalie- 
nable del individuo, y en el sentido de la igualdad 
comunal. El pudor cívico alborea en las almas. En 
la temática de los hombres del campo un elemento 
nuevo se entremezcla con los repetidos asuntos habi- 
tuales; el nacido de la preocupación por una forma 
todavía apenas entrevista que se va a abrir paso apa- 
sionadamente: el de la Ley escrita ante la comunidad, 
la cual rodea vigilante las manos que la trazan. Es 
un ingenuo, embriagante estupor. Es el potencial afec- 
tivo desplazándose hacia un punto al que se acude 
obedeciendo a voces extrañas y a ecos que llegan a 
cada uno desde el fondo de su propio espíritu. 

Un hombre de la penetración del autor de 
Ismael tenía que sentir hasta con los ojos el fenó- 
meno que se estaba logrando mediante su contribu- 

[XI] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



ción directa y principal. Genialmente, Acevedo Díaz 
empleó todos los recursos de su personalidad excep- 
cional y múltiplemente dotada a fin de pulsar aquel 
instrumento rudimentario que constituía la colectivi- 
dad de su partido, para arrancarle los sones que eran 
propios de ella y ajustarlos a la regulación de su sen- 
tido personal de la evolución. Y obtener así de cada 
soldado virtual, contemplador perpetuo de sus arreos 
de guerra siempre a mano en las paredes del rancho 
para defenderse y para atacar, un ciudadano integral 
dentro de una sociabilidad armónica y emprendedora. 
De ahí sus editoriales doctrinarios, sus artículos de- 
moledores, sus fábulas intencionadas, sus sueltos hila- 
rantes, como que eran preferentemente dirigidos a 
seres, en parte de carcajada convulsiva, hijos de una 
sociedad primitiva en cuanto se traspasaba la última 
calle de cada pueblo. De ahí, asimismo, la proyección 
sobre las muchedumbres de la emoción estética, su- 
perior y sugestionadora, con los folletines de "El Na- 
cional", donde los ojos subyugados de los criollos 
"veían" por primera vez, en la lectura directa, los 
meóos, en la audición de las ruedas suspensas, la ior 
mensa mayoría, las escenas de la historia nacional, no 
en modo discursivo y conceptual sino reincorporadas 
artísticamente con el prestigio de la, vida. De ahí su 
presencia física en todas partes y la prolongación de 
su alma en el acento a la vez grave y nítido y pro- 
digiosamente revelador de su oratoria. De ahí su in- 
cesante búsqueda del peligro como un elemento más 
de exteriorización de su presencia. Se quemaba entero 
en el altar de la nueva divinidad — la democracia 
integral — porque ella, precisaba ser alumbrada os- 
tensiblemente . . , 



[XIU 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



Las obras literarias de Acevedo Díaz 

Pero es preciso esperar a que la Historia distri- 
buya justicia en ese período de la República. Conten- 
témonos con presentarnos hoy ante los ojos al artista 
que hubo en Acevedo Díaz y que es, incontrovertible- 
mente, una gloria nacional 

He aquí el caudal literario que nos legó: 

Brenda (1886), Ismael (1888), Nativa 
(1890), Grito de Gloria (1893), Soledad 
(1894), Mines (1907), Lanza y Sable (1914). 

De estas obras, cuatro constituyen realmente una 
tetralogía épica. Brenda, con la que inicia su activi- 
dad literaria, y en la que hay páginas admirables, 
queda fuera de ella, como queda fuera Mines, una 
novela psicológica débil, aunque por muchas razones 
muy significativa; como queda fuera Soledad, 
poema en prosa de intensa belleza que se publica 
hoy junto con El Combate de la Tapera, narra- 
ción ésta cuya escasa extensión no le permite integrar 
el ciclo heroico, aunque lo merece por su grandeza 
épica suprema, y cuyo asunto la situaría entre Ismael 
y Nativa. 

De la tetralogía no puede desprenderse ningún 
bloque. Se mantienen unidos, más que por el enlace 
de sus figuras protagónicas creadas por la fantasía 
— muy débil vínculo en la última de sus novelas — 
por el tema profundo que se va desarrollando a tra- 
vés de ellas. Ismael tiene un proemio no totalmente 
novelado en que muestra a la capital en 1808 y luego 
abarca los primeros meses de 1811 hasta la batalla 
de Las Piedras. Nativa presenta el período que va 
del año 1823 a los principios de 1825, el popular- 



ÍXIIIJ 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



mente menos conocido, lo que entraña una tremenda 
ingratitud y le concede a Acevedo Díaz un nuevo mé- 
rito, el moral, al empeñarse en ofrecer la Cruzada 
de Olivera a la fijación de la memoria colectiva. (En 
este país, fuera de los especializados en historia y de 
los lectores de Nativa no hay cien personas que man- 
tengan en el seno del alma su recuerdo ) . "Grito de 
Gloria se inicia con el desembarco de los Treinta y 
Tres y termina en la batalla de Sarandí. Lanza Y 
Sable enfoca las postrimerías de la presidencia de 
Oribe. 

Hasta ahora, la critica ha separado esta última 
novela de las tres anteriores por dos razones porque 
se la considera de desvanecidos méritos literarios y 
porque se aprecia la escasa relación de sus personajes 
imaginarios, lo dijimos, con los de las obras anteriores. 

Profundo error. En primer lugar, ella es el fruto 
de una evolución literaria y sentimental de Acevedo 
Díaz, y los nuevos valores que presenta en nada' ceden 
y, además, complementan los que dan grandeza insu- 
perada en América a las restantes. En segundo lugar, 
para pretender desencajarla no se ha visto que debajo 
de la ficción externa va otra trama, de importancia 
fundamental, cumplida por quien es, en realidad, y 
acentuando la proyección de la obra, el verdadero 
protagonista del ciclo: la nacionalidad oriental abrién- 
dose a la vida libre. 

Así, Ismael significa el primer intento de una 
voluntad que es despertada; Nativa, el instinto po- 
pular manifestándose de nuevo en un pujo deses- 
perado, pero certero, porque es auténticamente un 
instinto. Con la novela anterior, con Ismael, resultan 
las angustias del parto. Grito de Gloria es el alum- 
bramiento y es — bajo urgida brusquedad — el des- 



[XIV] 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



prendimiento placentario. Lanza y Sable va a pre- 
sentar el primer conflicto — cuya semilla ya hace 
presentir GRITO DE Gloria — en el seno de la con- 
ciencia obscura recién encarnada y que, a tientas, obli- 
ga a ponerse en movimiento al haz de carne y hue- 
sos en que se asila, integrándose. Su argumento inti- 
mo es un momento de la masa social que, ahora libre 
— es decir, sola — está escuchando como el intento 
intermitente y frustrándose de un zumbido lejano 
— desde que le llega del fondo del ser, sin determi- 
nación de punto cardinal — y al que, en la intuición, 
se atiende cual a posible señal de un rumbo. En ella 
se perfilan ya los dos partidos tradicionales. 

Sü MODO ARTISTICO. DOS MANERAS DE ENJUICIAR 
SU LITERATURA. 

Hemos visto ya que el desarrollo de las distin- 
tas tramas novelísticas no es el motivo único ni el 
más importante que movió a escribir a Acevedo Díaz. 
Debajo, y salvados para siempre de la muerte, están 
la tierra nuestra y el pueblo nuestro, enteros, tal como 
fueron en el origen de la nacionalidad. Sin el sospe- 
charlo, su contextura moral lo situó en excepcionales 
condiciones para convertirse en el insuperable nove- 
lista histórico de nuestro país, fuera de los valores 
literarios absolutos de su obra A los 19 años actuó 
como soldado de una revolución que fué de las últi- 
mas guerras típicamente gauchas Le entró directa- 
mente por los ojos la representación de los combates 
de la Patria Vieja, que trasladó después a sus novelas 
con nobleza artística msuperada en lengua española 
en el siglo pasado y en lo que va de este, pero que 
no poseerían semejante fidelidad, importantísima para 



{XV] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



las generaciones orientales del futuro, de no mediar 
aquella circunstancia. Se enfrenta asimismo, con los 
postreros soldados de la antigua manera de los crio- 
llos, Timoteo Aparicio, Anacleto Medina, y con el 
gaucho en su todavía no contaminada esenciali- 
dad. Entre la trabazón de las lanzas su caballo holló 
palmo a palmo la tierra nativa, y fué Acevedo Días 
el único verdadero artista a quien le fué dado con- 
templar nuestro campo tal cual lo cruzaron las tur- 
bas emancipadoras, sin alambrados, sin palos telefó- 
nicos, sin puentes, sin vías de ferrocarril, resultando 
la suya la postrer mirada capaz de retener algo, sobre 
un mundo que tocaba a su fin. 

Nuestro medio entero — con su paisaje, su fauna, 
su flora, su acervo humano — para el cual iba a sonar 
muy pronto la ineludible hora de la transformación, 
se le agolpó en el alma como en el grande y seguro 
refugio que resultó. Y quien lea con atención su obra 
literaria y aprecie el empleo de lo sensorial en muchas 
de sus páginas, advertirá que ese mundo le entró por 
la vista, por el oído y hasta por el olfato, 

Pero hay obras de arte, sobre todo cuando son 
grandes, que presentan, además de su valor absoluto, 
otros valores relativos, dependientes en su vigencia, 
claro está, del primero, sin el cual no tendrían exis- 
tencia en el alma colectiva. 

La de Acevedo Díaz es de esas. Para los orien- 
tales dice cosas que los oídos extraños no logran es- 
cuchar. Es que a su propósito! artístico esencial — rea- 
lizar obra estética — él quiso agregar otro que tam- 
bién le nacía, igualmente imperioso, en el fondo del 
alma. Mediante su literatura él va a revelar a su 
pueblo la historia de sus padres, ahondando con sen- 
tido sociológico y docente sencillez en aquello que 



{XVI} 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



la nación debe reconocer como elementos negativos 
o como fuentes de energías para el porvenir. Y sin 
declinar jamás hacia la pintura de costumbres ■ — que 
es arte más fácil y menos valedero — va a mostrarle 
exhaustivamente los viejos usos, las cosas todas que 
poblaron los primordios de la raza, y su función en el 
ambiente físico y espiritual donde se enmarcaron 
aquellas horas. Y es muy posible que esta última in- 
tención fuera, de las dos, la más decisiva para mo- 
verlo a escribir. Su arte se le subordina de tal manera 
en el corazón — un análisis técnico y psicoanalítico 
lo comprueba sin esfuerzo — que en ocasiones resulta 
un padre cantando a media voz ante la prole atraída. 
Lo que hay es que tiene el pulmón tan poderoso que 
sus ecos llegan mucho más allá de los límites del lar. 

De esos ecos que van hasta tan lejos, es decir, 
de lo que constituye los valores universales de su 
arte, hablaremos primero. 

DÓNDE ESTÁ SU GRANDEZA ARTÍSTICA 

Desde su obra inicial Acevedo Díaz aparece 
dueño de un bagaje técnico extraordinario. En ese 
sentido, ningún narrador en América ha demostrado, 
ni antes ni después, que podría escapar a su magis- 
terio; afirmación ésta que no hacemos con ligereza 
y que es muy fácil de probar. Sólo en lo festivo (que 
aparece muy poco) y en las escenas de amor se le 
advierte aprendizaje. Para llegar a los diálogos de 
Jacinta y Luis María, en Grito de Gloria y a los 
de Paula y Abel en Lanza y Sable, que son difí- 
cilísimos y están conseguidos genialmente, Acevedo 
Díaz ha venido mostrando vacilaciones y fallas desde 
el principio creyendo, por nuestra parte, que, en un 



[ XVII ] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



estudio hecho para la Editorial Jackson, nosotros di- 
mos con ia motivación psicológica de su razón de ser. 

Hay que ir a la literatura de los supremos escri- 
tores para hallar paisajes de la calidad de los de 
Acevedo Dia¿, en muchos de los cuales se complace 
en tender gigantescos telones de fondo para encua- 
drar deliciosas miniaturas (como la del mangangá, 
por ejemplo, de Nativa) para seguir los efectos 
de la luz solar, los efluvios de la tierra, señalando 
(Nativa) hasta las diferencias de temperatura que 
produce la sombra al crecer bajo los aleros, como 
ningún impresionista entre los plásticos nuestros, que 
llegaron muchísimo más tarde, lo haya logrado nun- 
ca, ni medianamente, así. No existen problemas más 
tremendos que los que el paisaje plantea al arte que 
lo quiere trasladar. Porque el paisaje es una realidad 
nueva, distinta de la de cada uno de los elementos 
que lo integran Un bosque,' por ejemplo, no es me- 
ramente una aproximación de árboles. Estos, agrupa- 
dos, constituyen algo poseedor de características espe- 
ciales que, sm embargo, no tiene árbol alguno. Y 
presentar estos imponderables (el silencio, por ejem- 
plo, la soledad, la densidad del aire) resulta empresa 
en la que sólo vencen los artistas de excepción. Y 
hemos dicho presentar y debe retenerse esta palabra. 
Porque el problema no está en referirse a aquellos 
elementos; no está en decir que hay silencio y en 
decir como es; en que hay soledad y en qué grado; 
el problema está en hacerlos presente sin aludirlos, en 
que el lector experimente realmente que allí existe 
silencio, que allí hay soledad, que la temperatura ha 
vanado, que es distinto el aire. Sin esto, el paisaje 
obra como simple enumeración, no funciona como 
tal en el alma, no vive; no es. 



{ XVIII ] 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



Asimismo, para seguir con el ejemplo del pai- 
saje, éste, además de su condición intrínseca, y en la 
medida que esté bien pintado, influye por relación 
sobre lo que se le situé cerca; y recibe, a la vez, su 
influencia. Pues bien obsérvese cómo se achica la 
figura ecuestre de Ismael en la novela del mismo 
nombre (sin que el autor lo manifieste con una pa- 
labra) cuando penetra en los bosques sin fin del Río 
Negro. Se opera esto por la perspectiva que jinete e 
interior del bosque han creado súbitamente. Pero se 
establece una acción de influencias recíprocas. En me- 
dio de un intenso silencio y de una enorme quietud, 
el bosque hace cada vez más pequeño a Ismael; Is- 
mael, cada vez más dilatado y profundo al bosque, 
La situación, entonces, adquiere la verdad de la vida. 
Y el lector no es un confidente del autor, sino que 
se ha] la de manos a boca en presencia de la realidad 
poética, la cual está obrando por sí misma sobre su 
sensorio, 

A propósito de esto, y a riesgo de extendernos, 
recordemos cómo Acevedo Díaz consigue en Grito 
de Gloria, no ya decir discursivamente que los 
Treinta y Tres orientales van a realizar una empresa 
desmesurada y temeraria, sino presentarla librando 
exclusivamente toda su significación a su propia pre- 
sencia física. Blanes también pintó la escena. Veamos 
cuál de los dos es el creador realmente superior. Se 
apreciará la diferencia entre el artista limitado, no 
en su oficio — la pintura posee para eso muchos más 
recursos que la literatura — sino en su misma alma, 
y aquel que halla en las cosas su profundo sentido y 
no se contenta más que con revelarlo hasta el fondo. 
Lo estupendo de la acción histórica resulta de la des- 
proporción entre la pequenez de los medios y la enor- 



{XIX] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



midad de la empresa: el número tangible, 33> de 
hombres frente a los abiertos panoramas tras los 
cuales hay 20.000 soldados del Imperio, diestros y 
provistos de todos los recursos militares de la época. 
Pues bien. Blanes tiende los personajes en el primer 
plano de su célebre tela, casi rozando con sus cuer- 
pos al espectador. El paisaje es pequeño. Lo que, con- 
traproducentemente, resulta grande, es el pequeño 
grupo de los Treinta y Tres. Por eso, aun en el caso 
de que cada una de las figuras estuviera pintada de 
manera genial, el cuadro, como obra de arte, falla. 

Por lo contrario — y he aquí a un gran artista 
sorprendido en el momento en que trabaja — Aceve- 
do Díaz quiere que llegue físicamente ostensible al 
alma del lector aquel pequeño bulto humano que 
sería irrisorio de no ser sagrado. Los hace desembar- 
car entre las sombras, tiñe luego las nubes de escar- 
lata, difunde una suave claridad en el llano areno- 
so. . . El lector ve de cerca, todavía, a los héroes. Los 
ve como en el cuadro de Blanes, aun, porque para 
el efecto final y decisivo ello es preciso. Pero, en 
seguida, mediante las pinceladas que faltan a Bíanes, 
Acevedo Díaz lo lleva lejos> a que mire de lejos, 
poniendo esto: "Un pequeño grupo de paisanos d$í 
pago presenciaba la escena desde el pie de la colina* 
dominando con sus miradas el arenal por un abra 
extensa del bosque. Estrechóse fila en el acto, tercia* 
das las carabinas y desnudos los aceros. Pasóse lista 
con rapidez. Eran treinta y tres hombres de jefe a 
soldado/ ' 

La mención al núcleo de vecinos no tiene otro 
objeto que el de posibilitar con naturalidad la men- 
ción de "pie de la colma ' y "abra extensa del bosque". 
Con esas dos referencias tiende una vasta perspectiva 



[XX] 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



que, por relación, vuelve sensible y reduce en la con- 
ciencia misma del lector, como presencia real no 
como concepto, el pequeño grupo que se hace más 
sublime cuanto menor es su tamaño. De ahí que el 
cuadro de Blanes no subyugue, y que ese momento 
brevísimo por lo demás, en la escena general de 
Ismael, nos detenga el corazón. En el primero, hay 
treinta y tres retratos de "Los Treinta y Tres", y nada 
más. En Acevedo Díaz, sólo están "Los Treinta y 
Tres", y nada menos! 

Otra cualidad superior en Acevedo Díaz es su 
grandeza épica y la potencia de su acento trágico. La 
muerte de Almagro y la de Felisa, en Ismael; el 
parto de Sinforosa, el encuentro de esta con su 
amante en el combate de San José, de esa misma' 
novela; la muerte de la anciana Rudecinda, en So- 
ledad, y el incendio en este mismo poema magistral, 
adonde posteriormente han acudido a buscar brasas 
tantos escritores americanos para dar fuego a sus pra- 
deras; el pasaje del Río Uruguay por Cuaró, para no 
' citar sino en desorden los que primero asoman a los 
puntos de la pluma, trabajados de distinta manera, 
en su mayoría (nos hemos referido líneas más arriba 
a su virtuosismo técnico) y esas páginas tremendas 
de El Combate de la Tapera, a las que agrega- 
mos la escena del encuentro de Ladislao con su mujer 
después de su deshonra, en Nativa, y la de su salida 
con ella en ancas, después de la venganza . . . 

Como revelador de los elementos más secretos e 
inaprehensibles del espíritu, citemos un solo ejemplo: 
sígase el nacimiento y el desarrollo del amor de Ja- 
cinta por Luis María en Grito de Gloria y bús- 
quese después en la literatura iberoamericana algo de 
ese carácter que supere esas páginas. Véanse, si se 



[XXI} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



quiere más, las brevísimas menciones de lo que su- 
cede en el espíritu de Ismael y en el de Cuaró res- 
pecto de Luis María, cuando los tres, al grito de 
Lavalleja (quien por razones enternecedoras y signi- 
ficativísimas del autor no aparece físicamente en el 
momento) se lanzan en la carga de Sarandí 1 Apré- 
ciese entonces cómo, entre las pinceladas de vigor y 
precisión insuperables con que pormenoriza la pelea, 
aquellos toques tenues a que nos referíamos logran 
asir delicados matices del alma, de los que ondean 
inefables en la franja imprecisa que separa la cons- 
ciencia de la subconsciencia. 

Agreguemos aún una virtud que sólo poseen los 
escritores más que excepcionalmente dotados: la que 
permite realizar con eficacia las escenas en que múl- 
tiples y complejos elementos están en movimiento. 
Tales, para dar algunos ejemplos, todas las descrip- 
ciones de combates, menos la de la batalla del Palmar 
y la que pinta en Mines; la parada de rodeo en 
Ismael, que presenta una de las mayores dificultades 
técnicas de nuestra literatura con su profusión de co- 
lores, de formas en un ritmo agitado; ritmo que se 
mantiene igualmente vivo, -pero cambiando de ento- 
nación hasta lo sombrío, sin interrumpirse — y esto 
es de un maestro — para traer al lector, en sucesión 
de rapidísimos cuadros, la presencia de la guerra. Cite- 
mos también la visión del campamento patriota, en 
Grito de Gloria; la de los grupos de nombres en 
marcha de esta novela y de Ismael, de Nativa, de 
Lanza y Sable; entre las que recordamos con vive- 
za inaudita la marcha nocturna de Nativa, donde 
Acevedo Díaz se da el lujo de orquestarla con el 
análisis del principio de la devoción de Cuaró por 
Luis María; el incendio de Soledad. . . 



C XXII } 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



La significación oriental de su literatura 

Hemos mencionado someramente algunos de los 
aspectos estéticos que sitúan a Acevedo Díaz entre 
los grandes escritores de la lengua. Ahora, dedique- 
mos el final de este artículo a los valores de su obra 
que' nos son exclusivos; a la resonancia anímica que 
Sus paginas despiertan sólo en nosotros; a lo que fué 
uno de los más íntimos propósitos de su labor, al 
punto de que — lo hemos señalado con citas de los 
textos en diversas oportunidades — , en la disyuntiva, 
a veces, de ser simplemente oriental o ser artista, él 
opta sin vacilación por lo primero y, así, desmejora 
una situación en muchas ocasiones para que nos lle- 
gue con más nitidez lo que de interés nacional hay 
en ella. (Ningún estudio honrado de la obra de 
Acevedo Díaz podrá encararse en el futuro sin que 
se tenga en cuenta esta peculiaridad.) 

Una gran ternura penetrante, que su lectura con- 
tagia y hace que su obra deba constituirse en objeto 
de necesidad pública, surge insistente a lo largo de la 
producción de Acevedo Díaaj. Se ve con rigurosa 
exactitud histórica, y mejor que en las obras plásticas 
chicas y grandes que poseemos, cómo era el Monte- 
video colonial, cómo se vivía en la ciudad y en el 
campo, cuál el panorama físico y espiritual en el 
territorio todo. Los usos y costumbres de la Patria 
Vieja se muestran a lo vivo. La mayoría de las oca- 
siones, por el procedimiento superior de que hemos 
hablado y en lo que debe insistirse porque evidencia 
una de sus grandezas, no aludiendo a las cosas, lo 
que, a pesar de todo, es difícil de lograr bien, sino 
consiguiendo que ellas se nos planten delante y se 
nos revelen por sí mismas en su esencialidad. Para 



C XXIII } 



EDUARDO ACHVEDO DIAZ 



ser más claro: no contando al lector lo que hay de 
profundo, de nuevo en algo donde el lector no ha 
visto nunca nada, sino haciendo que el lector vea 
directamente, y como por sus propíos medios, lo que 
de nuevo, de profundo existe allí. 

También surgen en nítidas estampas las figuras 
de los grandes jefes. Su penetración histórica genial 
hace que muchas veces, y en una, sobre todo, pase 
por encima de los conceptos generalizados en su épo- 
ca o que los contradiga de hecho en muchas circuns- 
tancias. Las recientes investigaciones rigurosas de la 
historia como ciencia condicen hasta lo más íntimo, 
por fin, a base de documentos irrefutables, con el 
sentimiento transmitido para siempre desde sus nove- 
las. Así, especialmente, Acevedo Díaz figura entre los 
primeros reivindicadores de la personalidad de Arti- 
gas. El magistral estudio de Pivel Devoto sobre u La 
leyenda negra artiguista" lo ubica claramente. El le 
sahó a la cruzada a Mitre. El, en 1888 (vigente el 
texto oficial de historia de Francisco Berra desde 
1866 hasta principios de este siglo, donde Artigas es 
señalado a la juventud como agente de la anarquía, 
y como funesto para el país), él, en 1888, con Ismael 
fija la verdadera imagen espiritual del protocaudillp, 
como da allí, en certerísimo dibujo, su imagen física. 

Aquella misma penetración le permite ver hasta 
el fondo en el alma de los indios. Y así transmite a 
las generaciones su ternura y su piedad por ellos. En 
todas las escuelas debiera leerse los tranquilos capí- 
tulos meramente narrativos que les dedica en Nati- 
va, en toda conciencia adulta debe alentar ese amor 
que por ellos surgió, de los primeros, en Acevedp 
Día*; por ésos cuya imagen se presenta todavía ho}r 
a los niños como la de fieras o de alimañas abyecta*» 



[ XXIV ] 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



La mayoría del pueblo del Uruguay acaba de ente- 
rarse, por recientes investigaciones, del carácter con- 
movedor de la relación de Artigas con los aborígenes 
y de qué sentimientos era capaz el corazón del indio. 
Y empieza a comprender, recién ahora, qué crimen 
sin nombre constituyó la masacre del Queguay, donde 
se extinguió, con los últimos de ellos, a muchos de 
los primeros soldados de la revolución, que, también, 
fueron de los últimos que estuvieron junto a Artigas 
mientras se operaba el desbande de los civilizados y 
la calumnia, la felonía y la traición hacían llaga 
viva en el alma del Precursor. (En la postrer ba- 
talla, en la de Tacuarembó, donde Latorre presentó 
2.000 hombres, de los cuales 1.400 quedaron en el 
campo, la mayoría de estos patriotas eran indios.) 

También en Tabaré, aparecido en 1888 como 
Ismael — y al que asimismo hay que volver a situar 
en el plano superior del que insensiblemente se ha 
ido retirando — hallamos el mismo amor y la misma 
piedad por los antiguos dueños de este suelo. Y sirve 
de nuevo ejemplo para agregar a otros que hemos 
dado más arriba, el comparar cómo proceden Zorri- 
lla de San Martin y Acevedo Díaz. Al primero, la 
condición de su espíritu, confesional por lírico, ro- 
mántico por escuela, le empuja a decirlo expresa- 
mente, y a decirlo poniéndose él delante; él mismo, 
con toda la elocuencia de su genio y con toda la 
simpatía que su personalidad, siempre tan puesta de 
manifiesto en su verbo, provoca legítimamente. En 
Acevedo Díaz no recordamos una sola frase de ex- 
presión directa de cariño por los indios. Pero cuando 
crea una atmósfera de alta afectividad, allí donde la 
atención del lector, debido a esa circunstancia, se 
muestra más ávida y enternecida, él sitúa algún indio. 



r xxv] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Por tal ratón, nuestra adhesión sentimental, atién- 
dase bien, que se había hecho tan incensa, proyéctase 
también sobre éste y lo envuelve. 

Acevedo Díaz no nos dice: "Yo lo amo. Amadlo 
vosotros, también/' Simplemente, nos indica al indio 
dentro de aquellas circunstancias especiales. Y, enton- 
ces, lo que nos significa, es: '^Rechazad lo, ahora, de 
vuestra alma, si podéis !" Así, en todos los inicios de 
revolución aparece cierta pluma en la cabeza, cierto 
"quillapi", señalando la presencia de los aborígenes. 
En todos, absolutamente en todos menos en uno* en 
el que se origina en la fiesta que sigue, como reto : 
zona retribución de la tarea, a un aparte de ganado. 
¿Por qué no allP ¡Porque no podía haber indios 
— indolentes y huraños — en aquel momento de tra- 
bajo y de fraternidad expansiva! 

Veamos por esto lo que es un corazón justiciero, 
lo que es un artista extraordinario y lo que es una 
conciencia histórica más que lúcida y más que precisa. 

Otro rescate que del olvido colectivo logró para 
nosotros, es la imagen de la absoluta mayoría de la 
turba emancipadora. Cuando se nos habla de huestes 
de Artigas, de ejércitos de Lavalleja, de Oribe, de Ri- 
vera, la representación de estas palabras en el alma 
no es la que corresponde con precisión a aquella ver- 
dad, por más que se las adjetive de "pobres", de "mi- 
serables", etc. Y no lo es, por eso, la admiración, -el 
agradecimiento, la ternura que nos merecen. Al mis- 
mo tiempo, la grandeza de sus conductores no se 
aprecia en toda su magnitud, por más que a sus nom- 
bres les aproximemos también adjetivos. Ya vemos 
si es imprescindible "verlos" bien, a todos. 

Aquí tampoco Acevedo Díaz nos dice ni que los 
ama txi que los debemos amar. Pero nos pinta con tal 



t XXVI *} 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



vigor a las masas airadas bajo la opresión, que que- 
dan para siempre en el altar de nuestras devociones 
íntimas. Y sus jefes adquieren proporciones desmesu- 
radas Cuando eí quiere situarnos en el alma a aque- 
llos sublimes desdichados, a aquellos desamparados 
de la tierra que se ofrecieron para que alguien los 
guiara hacia el cambio o hacia la muerte (ya sabe- 
mos lo que amargamente pasó después con los que 
quedaron vivos y con sus hijos, por generaciones y 
generaciones) cuando, repito, quiere hacérnoslo ver, 
Acevedo Díaz enciende la atención del lector con la 
sugestión de que se va a asistir a algo trascendente. 
Y, entonces, como, por ejemplo, en la presentación 
de la hueste de Olivera, en Nativa, hace que el lec- 
tor observe que "casi todos aquellos hombres iban 
vestidos de andrajos, fuera de los ponchos o de las 
pieles; chiripáes deshilacliados sobre piernas desnudas, 
botas de potro rotas y enlodadas, espuelas de hierro 
viejo atadas con "tientos", recados pobres de simple 
lomillo y carona algunos, un solo estribo de madera 
y riendas con bocado de "lonja", muy contados eran 
los que lucían prendas de valor, y entre estos mismos 
varios carecían de sombrero, más interesados tal vez 
en aderezar mejor a sus pingos que a sus personas 
En cambio, cubrían sus cabezas y sujetaban sus lar- 
gas cabelleras con pañuelos de colores atados por de- 
trás, de modo que colgasen las puntas. No faltaban 
quienes llevasen el poncho o la piel de carnero sobre 
las carnes, las piernas al aire, las barbas luengas hasta 
el pecho y los rulos del cabello por abajo de los hom- 
bros. En cuanto a Jas armas, las hojas de tijeras de 
esquilar y los clavos cuadrangulares constituían las 
moharras de la mayor parte de las lanzas de aquellos 
caballeros errantes. Algunos las llevaban de acero bru- 



C xxvii ] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



ñido en forma acanalada, o serpentina con media-luna 
doble o cuádruple, según la importancia del rejón y 
la bi2arría de sus dueños. La pistola, ei trabuco, la 
tercerola de piedra de chispa, la daga o el facón y el 
sable corvo complementaban el arreo ofensivo . . . " 

Acevedo Díaz tiene necesidad de que la horda 
se grabe indeleblemente en el lector porque quiere 
que el lector se arrodille en los altares de la patria, 
si es simplemente un oriental, y aprecie además una 
creación artística, si es un hombre culto, sea su com- 
patriota o llegue de lejos. Pero la descripción corre 
el peligro de hacerse extensa. Y él sabe que cuando 
se reitera demasiado un estímulo la conciencia debi- 
lita su capacidad de atención y el efecto se atenúa 
hasta hacerse borroso. Entonces, no va a abandonar 
a la turba; lo que hace es cambiar, de golpe y sin 
detenerse, el procedimiento expresivo. Hasta lo que 
hemos transcripto ha recurrido a las imágenes visua- 
les. Ahora, sigue a base de imágenes auditivas, y ce- 
rrará el cuadro, asimismo, con una soberana compír 
ración, también auditiva: " . . .produciendo el conjunto * 
en la marcha con las calderas viejas, una que otra 
olla de cocinar puchero, el roce de las guascas, ei 
trinar de las 'lloronas", el ludimiento de las vainas 
de metal, el resoplido de los redomones, el tascar de 
las coscojas, y el chapoteo de mil cascos en el suelo 
barroso un ruido tan singular, siniestro y bravio, que 
sólo podría compararse con el que hicieran muchas 
garras en un gran pellejo lleno de viento, clavos y 
cadenillas de hierro que rodara como una peonza so- 
bre lecho de guijarros". 

Adviértase cómo la sonoridad de las palabras 
utilizadas, con semejante profusión de erres, contli* 
buye a acentuar el poder expresivo de ese período? 



[XXVIII] 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



y con qué acierto cae, para finalizarlo, la rudeza de 
la masa sonora "guijarros". 

Mas el oído es un sentido menos perfecto y re- 
presentador que el de la vista. Y la conciencia los 
resiste menos, se fatiga más pronto, dispersa la aten- 
ción, si no atamos los sonidos en haces melodiosos 
que aquí no caben. ¿De qué manera continuar ahora 
pues? Pues aprovechando que la conciencia del lector 
ha descansado ya de la recepción de imágenes visua- 
les y puede hacerse cargo nuevamente de otras de 
esa condición. Entonces, aprecíese en seguida el 
ejemplo, Acevedo Día2 vuelve con imágenes visuales, 
cautelosas al principio por lo amplio de las pincela- 
das (ya que quiere facilitar la acomodación) para 
hacer gradualmente a éstas más pequeñas y cada vez 
más particularizantes — hasta donde dice "dentadu- 
ra" — , y extender luego el trazo en el más ancho 
toque final. 

Véase, "Advirtió también Luis María que, en 
medio de aquellas filas, las razas, variedades o sub- 
géneros estaban todas bien representadas por caracte- 
res típicos, desde el charrúa color de bronce oxidado, 
y el blanco puro de origen y el negro de tez rayada, 
hasta el zambo fornido y el cobrizo color de tabaco, 
de mucho vientre, mejillas mofletudas y manos cortas, 
de dorso negruzco y palmas de roedor, Y a poco que 
él fué examinando los detalles, caras pálidas, ojos 
hermosos u ojillos de coatí, cabelleras negras y dora- 
das junto a greñas bastas y ractmillos de saúco, nari- 
ces perfiladas y trompas con hojnallas en vez de fo- 
sas, bocas cubiertas por bigotes finos y otras muy 
anchas con tres pelos por adorno y dentadura de niño, 
cuerpos delgados y flexibles cuanto eran de macizos 
y rechonchos los que a su lado se agitaban. . 



f XXIX) 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Si de los tres sectores en que hemos dividido el 
pasaje prescindiéramos del que va en el centro y leyé- 
ramos los otros dos, toda la parte final se iría entur- 
biando y desvaneciendo debido a la producción de 
los fenómenos psicológicos que hemos especificado» 

Nación y País 

Tenemos que salvar la mayor extensión posi- 
ble del pasado para que siga actuante en el presente 
a fin de ir ''formando" la nación. Porque todavía 
no somos del todo una nación. O lo somos menos 
que antes, en el mayoritano desdén actual por lo 
nuestro. No lo seremos bien hasta que se hagan de- 
finitivamente ostensibles y actúen decisivas las pecu- 
liaridades intrínsecas. Y éstas no se desarrollan cuan- 
do nacen recién con un pequeño grupo de individuos; 
éstas crecen y se imponen gracias a la acción que, 
como formas del pasado, ejercen con su presencia 
en el espíritu del póstero. La nación, peligrosamente, 
es un estado fluctuante de una colectividad humana. 
Tiene períodos de debilitamiento y de acentuación. 
De cada generación depende que ella sea, y el grado 
de su ser. El individualismo, en el mal sentido de la 
palabra, en lo que tiene de egoísmo, de aislamiento, 
de soledad intrínseca, y en lo que tiene, a la vez, de 
creador de tétricas atmósferas de aislamiento y de 
soledad, también, entre aquellos que desearían muy 
distinta cosa, nace en el seno del país debilitado por 
desconexión de sus habitantes con su pasado perso- 
nal y con su proyección, que es el pasado colectivo. 
El niño debe vincularse por sus padres a sus abue- 
los, a la tradición familiar. En el hogar debe haber 
la mención constante de los antepasados directos, por 



[XXX} 



SOLEDAD - EL COMBATE DE LA TAPERA 



modestos que ellos sean, ya que constituyen los esla- 
bones que se tienden hacia otros de una más sagrada 
cadena. Es preciso advertir que lo que llamamos en- 
gendrar, lo que llamamos gestación, no termina con 
el alumbramiento. El espíritu obra con mucha lenti- 
tud sobre la obstinada materia. El hijo es verdadera- 
mente hijo, ha terminado su gestación recién cuando 
es hombre maduro, con la madurez de su hombría. 
A esa edad todavía se siguen haciendo ostensibles 
nuevos rasgos psicológicos y físicos de sus progeni- 
tores. La fusión total de los elementos paternos y ma- 
ternos, el ligamiento definitivo de los padres, que 
es el hijo, se consuma bastante tarde. Un niño, un 
adolescente son, apenas, el huevo. Como en la leyen- 
da popular del quelonio, según la cual éste deposita 
los huevos en la aiena y toma distancia y permanece 
los días y los días mirándolos sin dejar de mirar, en 
el hombre los padres siguen empollando con los 
ojos; con los ojos físicos y los ojos del espíritu Si 
no, no hay hombre completo, es decir buen hombre, 
pues. Y los ojos del espíritu miran de manera tan 
singular por su fijeza, que es preciso que nosotros 
busquemos su dirección y que pongamos el alma, la 
atención del alma, delante de ellos, a vivificarnos a 
la luz de su contemplación sobre nosotros. 

Lo que el individuo, debe hacer cada generación. 
Levantar en la conciencia la historia de su pueblo, 
que es dejarla actuar dentro del alma; que es nada 
menos que destruir el tiempo y presen tizarlo todo; 
que es, en lo terrenal, cumplir el versículo del Oficio 
de Tinieblas: "¡Oh, muerte, yo seré tu muerte!" 

La triste verdad es que hoy somos menos nación 
que hace 80 años, Porque se puede perder la nación 
en pleno ejercicio de la soberanía. Y nosotros cree- 



[XXXI} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



mos que la nación se nos está yendo de entre las 
manos. País, en el sentido absoluto del término, es 
territorio. Nación, significa el cumplimiento de cier- 
tas precisas constancias en los nacimientos. País es 
tierra física. Nación, espíritu enterrado. Es preciso 
una integración de alma y de tierra para que exista, 
patria, patrimonio; y la nación es, precisamente, su 
testimonio. Historia nacional no es otra cosa que el 
haz de signos de esa aproximación de los opuestos; 
de la tierra y del espíritu. Los países son grandes o 
pequeños, según sus límites geográficos. Pero a las 
naciones ya no se las puede medir así. Grecia es más 
grande que el imperio británico, que Rusia, que los 
Estados Unidos. Y hubo naciones sin país, naciones 
des-terradas: la nación judía, ejemplo en tantos sen- 
tidos, para tantos. Lo fué en esas condiciones durante 
19 siglos. Y no dejó de ser, por eso. Y no lo será 
más ni mejor hoy que está de nuevo asentada sobre 
su viejo suelo. Y no lo será más ni mejor porque no 
necesitó tierra, país, para recordar, para tener presente 
su pasado. Porque cada hebreo pudo hacer suyas, siem- 
pre, las palabras del salmista: "Mi lengua se pegue a 
mi paladar y mi diestra sea olvidada si no me acor- 
dare de ti; si no hiciere subir a Jerusalem en el prin- 
cipio de mi alegría." 

Más que nunca necesitamos hoy elementos aglu- 
tinantes, factores que consigan, por sobre las diferen- 
cias individuales, enérgicos nexos colectivos. Difundir 
y explicar la obra de Acevedo Díaz tiene ese valorf 
Y en el más alto grado. Porque muy pocos de los 
nacidos en este suelo presentan tantos elementos 
vinculadores, y con tanta grandeza. 

Francisco Espinóla 



[ XXXII} 



SOLEDAD 



o 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Nació en la Villa de la Unión el 20 de abril de 1851. 
Hombre de energía y destacadas dotes intelectuales, participó 
en actividades mu/ distintas, como novelista, periodista, polí- 
tico, diplomático y militar Interrumpió sus estudios de Abo- 
gacía para dedicarse a la vida político-militar de la República, 
desde las lilas del Partido Nacional Esto lo obligó a expa- 
triarse vanas \eces, residiendo en la República Argentina 
donde se casó y nacieron sus hijos Participó en la revolución 
blanca de 1870-1872 y en la Revolución Tricolor (1875;- 
En 1897 volvió a tomar las armas cuando el movimiento revo- 
lucionario de Aparicio Saravia del cual fue uno de los gestores* 
Desdo muy joven actuó en el periodismo nacional, pu- 
blicando sus primeros ensayos históricos en la revista "El 
Club Universitario" y colaborando en los diarios de la época. 
'La República" (1872), 'Xa Democracia" ( 1873-74 > de 
la que fué director fugazmente del 9 al 13 de agosto de 1876» 
"La Razón" (1880; y sobre todo "El Nacional", cuya direc- 
ción ocupó a partir deí año 1895 hasta la fecha de su expa- 
tuación definitiva en 1903 

Es elegido senador de la República por el departamento 
de Maído nado en el año 1899- íl año anterior había sido 
nombrado miembro del Consejo de Esta Jo La sucesión pre- 
sidencial de 1903 provocó su separación de la vida política 
activa del país Junto con vanos legisladores de su fracción, 
desoyendo las directivas partidarias, votó por D José Batlle y 
Ordóñez, asegurando de este modo su elección como presi- 
dente A consecuencia de este acto fué expulsado del partido, 
renunciando el 23 de abril de 1903 a la dirección de "El 
Nacional" y alejándose definitivamente del país 

El 14 de setiembre de 1903 es nombrado Enviado Ex- 
traordinario y Ministro Plenipotenciario en Estados Unidos, 
México y Cuba Dedicado a la carrera diplomática representara 
al país en la Argentina, Brasil, Italia y Suiza, Austria-Hungría, 
radicándose definitivamente en Buenos Aires donde murió el 
18 de junio de 1921. 

Sus principales obras son las siguientes. "Brenda" (Buenos 
Aires, 188^;; "Epocas militares de los países del Plata" ( Buenos 
Aires, 1911), "Grito de Gloria" (La Plata, 1893); "Ismael" 
(Buenos Aires, 1888), 'Lanza y sable' (Montevideo, 1914), 
"Mines" ( Buenos Aires, 1907); "El mito del Plata" (Buenos 
Aires, 1916), "Nativa" (Montevideo, 1890) 

Su novela "Soledad" se publica ahora en teñera edición, 
siendo las anteriores Montevideo, A Barreiro y Ramos, 1894; 
Montevideo, Claudio García, 1931 Esta ultima incorpora el 
relato "El combate de la tapera", que no fuera recogido en libro 
por el autor Hay además traducción italiana de ' Soledad", pu- 
blicada en Roma, en 1909, 



I 



En la quebrada de una sierra, pequeño, hendido, 
deforme, a modo de nido de hornero que el viento 
ha cubierto de secas y descoloridas pajas bravas, se 
veía un rancho miserable que a lo lejos podía con- 
fundirse también con una gran covacha de vizcacho- 
nes o de zorros por lo chato y negruzco, mal orien- 
tado y contrahecho. 

De techo de totoras ya trabajadas por eternas 
lluvias, y paredes embostadas en las que el tiempo 
había abierto hondas grietas, este rancho, a pesar de 
su edad, sin duda provecta, más era la vivienda de 
una hora de gaucho pobre y vagabundo que asilo 
sedentario de familia humilde y laboriosa. 

Y a fe que bien debiera inferirse esto por el 
aspecto, a ojo de pájaro; porque en rigor aunque 
habitado, este refugio antes se asemejaba a tapera 
que a casa, perdida entre las toscas y breñas de los 
estribaderos y como colgante sobre la profunda 
cuenca de un arroyo que en el bajo corría en serpen- 
tina orillado de árboles espinosos. 

En este nido de ave de monte y en ese calvario 
fecundo en rosetas erizadas y víboras de la cruz, 
moraba solo desde algún tiempo Pablo Luna; mozo 
de pocas relaciones en el pago, sin oficio conocido, 

{3] 



i 



EDUARDO ACBVEDO DIAZ 



y por lo mismo un tanto jnisterioso en su género 
de vida. 

Solo como un hongo de esos que crecen en un 
estero de chilcas y abrojales, Pablo Luna, según era 
fama, tenía sin embargo, una compañera a quien 
hacía hablar un idioma de armonías, conviniéndose 
en sus manos en fcorzal por la variedad y el timbre 
singular de los sones que de ella arrancaba en las 
tardes silenciosas; y esa compañera era la «requinta- 
da» guitarra, «la mejor amiga de los tristes, cuyas 
mismas alegrías son siempre anuncios de algún 
pesar». 

Cuando de él se hablaba en el pago, en los 
coloquios de la «yerra» o después de la pesada faena 
de la «trasquila», decíase que era un hombre más 
alto que mediano, delgado, con cintura de mujer, 
una barba corta y rala tirando a pelinegro, el rostro 
moreno un poco encendido, los ojos azules como 
piedra de pizarra, larga y en rulos la cabellera abierta 
al medio; cejas de alas de golondrina, la oreja tan 
chica como el reborde de un caracol rosado y las 
manos un poco largas y velludas. 

Añadíase una seña particular: la de un párpado 
algo caído, lo que daba a sus ojos una expresión 
vaga y somnolienta. 

Este mozo no debía tener más de veinticinco 
años, a juzgar por la pinta. 

En los días festivos solía vérsele pasar de largo 
por las poblaciones, vestido de chiripá y botas nuevas, 
un sombrero de alas cortas negro y sin «barbijo», un 
ponchito terciado en el crucero, ceñida al tronco una 
camiseta de lanilla y a la cintura un «tirador» de 
piel de puma con botonadura de medias onzas espa- 
ñolas. 



14] 



SOLEDAD 



Llevaba la guitarra en la mano izquierda, apo- 
yada por su base en el costado, a manera de terce- 
rola; y una daga de mango de plata al dorso bajo 
el «tirador», al alcance de su diestra con sólo volver 
el antebrazo, cual objeto que nunca deja de acari- 
ciarse aunque sea por entretenimiento. 

Gastaba muy largas y siempre limpias aunque 
de un color del ámbar por el uso del cigarro, las 
uñas del anular y del meñique, y ensartado en éste 
un anillo de plata sencillo, grueso como aro de ca- 
bestro. 

Habíase observado que el cuidado especial del 
cabello, no impedía que una guedeja le cayese de 
continuo sobre la mejilla y le envelase el ojo, como 
«una guía de sus pensamientos»; aun cuando no 
faltara quien diese por causa del desgreño en esa 
forma, al párpado en semipliegue. Ese rulo bien 
podía servir de celaje gracioso al desperfecto. 

Se conocía más a Pablo Luna por su afición a 
la guitarra que por los hechos ordinarios de la vida 
de campo. Había empezado él por calarse por el 
oído a favor de su habilidad para tañer y cantar, 
antes que por actos de valentía y de fuerza. 

No por esto se crea que Luna se prodigaba o 
hiciese partícipes a los demás de sus .gustos y deleites 
cuasi artísticos; muy al contrario, era tal vez un fiel 
remedo de ese pájaro cantor de nuestros bosques que 
alza sus ecos en lo más intrincado cuando otras aves 
guardan silencio y no interrumpen aleteos y rumores 
importunos el solemne paisaje de las soledades. 



15} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



II 

Con todo, en ocasiones diversas y a ciertas horas, 
al pasar por el valle junto a los estribos de la sierra, 
muchos eran los que habían sentido los acordes de 
una guitarra templada de tal manera que ora sus 
ecos parecían voces sonoras de una campana de vidrio 
fino con lengua de acero, ora silbos bajos y plañi- 
deros de calandria que se aduerme, o ya ruidosos 
acordes de prima y de bordona con acompañamiento 
de roncos golpes en la caja como en una serenata 
de brujas. 

Otras veces, era un canto dulce y melancólico 
el que se oía; sonidos suaves y vibrantes de corcho 
que roza los rebordes de un cristal, como se afirma 
que son los de la avispa solitaria, la cantora de los 
bosques. 

Estas misteriosas melodías, herían el silencio en 
las noches apacibles, cuando sólo estridulaban élitros 
en el fondo del valle y embalsamaba los bajos el 
nativo aroma del arrayán y el chirimoyo. 

Bastaban estas notas de música escuchada a lo 
lejos, al cruzar por lo hondo del llano al romper el 
alba o al cerrar la noche, para que los que la gozaran 
deteniendo el paso a sus caballos llevasen en sus 
oídos una impresión grata y durable, que luego no 
acertaban ellos a definir sino con muestras de singu- 
lar sorpresa y viva curiosidad. 

El «gaucho- trova», como le llamaban al refe- 
rirse a su persona, debía sin duda haberse criado 
pulsando instrumentos y aprendiendo en la espesura 
el modular de los pájaros, porque a veces seguía el 
ritmo con el canto o el silbido de modo que no se 
supiera distinguir entre los sones y los ecos, si era 



16] 



SOLEDAD 



guitarra o era flauta la que gemía, si era un hombre 
el que lanzaba trinos o era un «boyero» el que con- 
fundía sus armónicos concentos con el vibrar de las 
cuerdas. 

A parte de esto, su cualidad sobresaliente entre 
las pocas que se le conocían o se le atribuían con 
razón o sin ella, comentábanse con frecuencia dos 
episodios — acaso los únicos en que Pablo Luna 
había figurado de paso, y por accidente, al regresar 
a su escondrijo tras algunos días de vida errante. 

Narrábase asi, el primero 

En una noche oscura se buscaba en el llano por 
gente que venía con hambre de muchas horas, una 
res de peso y gordura arriba que bascase al destaca- 
mento; y entre tinieblas como fantasmas, los jinetes 
iban y volvían al tanteo sin acertar con el vacuno, 
hasta que el «gaucho-trova» que enderezaba casual- 
mente a su madriguera, conocedor del intento por 
su olfato fino y su vista de lechuza, avanzó al tranco 
por mitad del valle, hizo levantar una punta que 
dormía entre las hierbas, puso el oído al rumor de 
las reses y costaleando a una con palmada suave, 
gritó firme a un soldado: 

— Corte el garrón a ésa, que no ha de apagar 
el fuego. 

En seguida se perdió en las sombras. 

Así que rayó la mañana mataron la res, y re- 
sultó la mejor. 

En cuanto al segundo episodio, contábase de 
este modo: 

El peonaje de la estancia traía una tarde acosado 
a un «matrero», quien ya rendido su caballo, se 
apeó junto al monte para guarecerse en la espesura; 
pero, con mala suerte, porque enredado en las ma- 



(7} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



lezas con las espuelas, vínose de boca quedando a 
merced de los perseguidores. 

Hacía esfuerzos por desatarse aquellos grillos, 
teniendo tan cerca el escondite y con él la salvación; 
y ya el cuchillo de un mozo diestro para desnucarlo 
de a caballo de un solo tajo de revés iba a caer sobre 
su cuello, cuando apareciendo de súbito en el mato- 
rral cercano Pablo Luna sacudió en el aire por enci- 
ma de la cabeza la guitarra que traía en la diestra, y 
gritó tan fuerte como un alarido: 

— Deje amigo que viva otro invierno, que el 
hombre no es menos que la iumbnz! 

El mozo detuvo el brazo sorprendido, con el 
cuchillo en alto. 

Las espuelas del «matrero» zafaron en tanto 
llevándose dos manojos de hierbas, y éste se escurrió 
por entre las breñas a modo de lagarto acosado por 
las avispas. 

Al propio tiempo que él, el «gaucho-trova» 
desapareció. 

III 

Si bien retraído y arisco, solía vérsele a Pablo 
Luna en determinadas horas, del día o de la noche, 
junto al barranco de la Bruja, que se encontraba en 
las proximidades de la estancia llamada de MontieL 

En ese sitio casi selvático, echaba pie a tierra 
y se paseaba silbando un aire triste. 

Coincidiendo con su venida al pago había ocu- 
rrido en aquellos parajes un suceso dramático, en 
que ef mozo se interesó luego que lo supo de una 
manera extraña y pertinaz. 

£8] 



SOLEDAD 



Era esa lúgubre historia la siguiente: 
A la estancia de don Manduca Pintos, situada 
de allí seis leguas, llegóse un día una mujer vieja 
pidiendo conchavo y la aceptaron para las tareas de 
cocina. 

Era una pobre paisana de cerebro encallecido 
que en sus ratos de ocio hacía de «médica» adminis- 
trando yerbas milagrosas, poniendo los trapitos a la 
luna o conjurando duendes benignos. 

Decíase que curaba a los reumáticos haciéndo- 
les «cambiar la pisada», o sea volver el pie sobre las 
huellas; y a los enfermos de la vista, no con yenda 
de lagarto, sino echándoles «derritas» . 

Servía también de veterinaria. A los animales 
yeguares que «se agusanaban», les volvía la salud 
atándoles una guasca de cuero fresco al pescuezo. A 
los que padecían de mal de oídos, tanto cuadrúpedos 
como bípedos, aplicábales el pellejo de la víbora. 

Esta infeliz vieja de nombre Rudecinda, hablaba 
siempre de no haber tenido más que un solo hijo, el 
cual ya mozo, habíase visto en el caso de irse de su 
rancho acosado por la miseria y por las persecuciones 
injustas de la autoridad. 

De ese hijo nunca supo desde el día de su fuga. 
Era un mocetón un tanto mimoso, guitarrero, cantor, 
de buena alma, sin otro vicio que el de no tomarse 
mucha pena por el trabajo. Acaso había muerto. 

Rudecinda la bru¿a, como la apellidaban, lleva- 
ba algunos meses de residencia en la estancia de 
Pintos; pero en cierta época sus manías llegaron a 
acentuarse y la despidieron al fin sin lástimas, como 
a ente dañino. 

La vieja se alejó del que había sido su refugio, 
mísera, loca y errante. 



[9] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Por algún tiempo vagó en las cercanías, alimen- 
tándose de raices y despojos. Después, como le arro- 
jasen ios mastines para desalojarla de su guarida en 
los matorrales, Rudecinda se fué de allí. 

A los pocos días hizo sentir su presencia en el 
campo de don Brígido Montiel, camarada de don 
Manduca. 

Se albergaba en el monte, quién sabe en qué 
oscura madriguera en sociedad con las alimañas. 

Durante las tardes nubladas o en las noches de 
luna, se le vió más de una vez atravesar el vallecito 
con un atado de restos o piltrafas; o salir del fondo 
del barranco con grandes puñados de yerbas y flores 
salvajes. 

Al percibirla andrajosa, desgreñada, con los ojos 
fuera de las órbitas, oprimiendo entre sus manos 
contra el pecho cosas misteriosas, los paisanos se 
alejaban mirando para atrás y diciendo entre medro- 
sos y burlones: i cruz diablo! 

Una tarde don Manduca Pintos que venía al 
galope en dirección a las casas, la vio alzarse fatídica 
del barranco a modo de un espectro. 

Ella hizo un gesto de máscara y le arrojó por 
delante un gran puñado de yerbas extrañas. 

El caballo dió una espantada, y el jinete dijo 
colérico: 

— ¡ Afora mandinga! 

La vieja lanzó una ronca carcajada y volvió a 
esconderse entre las breñas. 

Algunos días después, al comenzar de una noche 
de luna, aquella pobre mujer envuelta a medias en 
sus harapos, lodosa, derrengada, sueltas las greñas y 
desnuda la planta, más que andando arrastrándose, 
ge había puesto a disputar junto al barranco la carne 



UO] 



SOLEDAD 



de una oveja destrozada a una banda de perros cima- 
rrones. 

Se atrevió a golpearlos con los puños dando 
gritos espantosos. Entonces los perros enfurecidos en 
defensa de sus despojos la mordieron, la arrastraron 
triturándola con sus colmillos, saltaron sobre ella 
en tumulto e hiciéronla jirones precipitando al fin 
su cuerpo miserable al fondo del barranco 

Alguno que en los contornos vagaba, alcanzó 
a percibir los aullidos de la bruja confundidos con 
los de sus verdugos, y vínose al rumor de la pelea. 

El que avanzaba al trote, como venteando una 
presa, o guiado por el instinto de gaucho errante, 
era Pablo Luna. 

Algunos perros continuaban su festín Habían 
reducido casi a esqueleto la oveja; pero aun queda- 
ban los cuartos que todos a una querían devorar 
formando estrecho círculo con sus hocicos ensangren- 
tados. En sus ansias famélicas no prestaron atención 
al jinete. 

El «gaucho-trova» que desde lejos venia obser- 
vando atento el cuadro, dirigió una mirada súbita- 
mente al barranco ante una sacudida brusca de su 
caballo; y pudo ver sobre las breñas, casi colgante, 
el cuerpo de una mujer larga, escuálida, llena de 
guiñapos sobre la que derramaba la luna su blanca 
claridad. 

Pablo no tuvo miedo, y desmontó veloz 
Acercóse al sitio e inclinóse de modo que su 
rostro quedase casi rozando el de aquel cuerpo que 
yacía rígido con los ojos abiertos y el seno desgarrado. 

Y contemplándolo estuvo algunos segundos. De 
pronto todo él se estremeció y sacudió como un 

CU] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



junco, y de su garganta escapó un S0II020 intenso, 
indefinible, hondamente desolado. 

Los cimarrones gruñeron. Dos de ellos se apro- 
ximaron al paraje a grandes saltos, aún no satisfechos 
al parecer con las terribles dentelladas con que cri- 
baran el cuerpo de la bruja. 

El profundo sollozo de Pablo los impulsó al 
ensañamiento. Era acaso un gemido del enemigo de- 
rribado en la lúgubre pelea. 

El «gaucho-trova», que se había reincorporado 
desencajado y siniestro, dió un brinco enorme seguido 
de un grito gutural, y descargando su brazo con 
ímpetu rabioso partió a uno de los perros el corazón 
de una puñalada. Verdaderas fieras, los cimarrones 
cayeron sobre él como una avalancha. 

Pero la daga terrible entraba y salía rápida en 
sus cuerpos que se desplomaban de lomos, entre es- 
tertores* con el vichará enrollado al brazo izquierdo, 
Luna provocaba furibundo los hocicos, en tanto su 
diestra repartía golpes de muerte. 

La lucha, sin embargo, fué de cortos instantes. 
Lucha rabiosa, sin cuartel. 

Los perros cimarrones optaron por la fuga y 
traspasaron a escape el barranco rompiendo las ma- 
lezas, y dejando tendidos tres de la banda. 

Pablo siempre ceñudo observó que dos de éstos 
se revolvían en el suelo, y abalanzándose implacable, 
sentóles por turno su bota de potro en la paleta, y 
fuéles degollando con infernal deleite. 

Al ver soltar a chorros la sangre de los cuellos, 
caliente, humeante, empapando los pastos, sus manos 
y sus botas, pareció sentir un consuelo. 

Limpió el acero en los pelares de los perros, 



[12] 



SOLEDAD 



y luego en los tréboles hasta volverle el lustre. Re- 
solló con fuerza y pasóse la manga por los ojos. 

Su caballo asustado se había alejado de allí un 
trecho. 

Él lo trajo y lo acarició. 

En seguida se apoyó en el borde del barranco, 
cogió el cuerpo de la bruja en sus dos brazos y cargó 
con él. Antes de cruzarlo en el recado, miró otra vez 
el semblante de la muerta, y lo besó sin ruido. 

Alzóse en seguida con su carga, que atravesó 
en el caballo con cuidado, y saltando él en la parte 
libre de los lomos, volvió grupas, dirigiéndose a la 
orilla del monte. 

Era aquélla una noche -de profusos resplandores. 
La loma, el valle, las copas de los árboles aparecían 
bañados de una luz blanca y pura. 

Junto al monte se dibujaba una línea sombría. 
El «gaucho- trova» la siguió largos momentos como 
abismado. El caballo solía detenerse no sintiendo el 
rigor de la rienda; hasta que al grito de algún buho 
quieto en las ramas el jinete acercaba a los ijares 
las espuelas, continuando su marcha silenciosa. 

Por fin entróse a un potril oscuro. 

Desmontó, y bajó el cuerpo mutilado. 

En ese sitio la tierra estaba blanda por la 
humedad del ribazo. El arroyo corría por un cauce 
estrecho bordado por retorcidos troncos y espesos 
canceles de viváceas profusas. Un rayo de luna como 
larga flecha de plata hendía la espesura y formaba 
en las aguas mansas un ojo de luz. 

Pablo acomodó el cadáver junto a un árbol. 

Aquella mujer más envejecida acaso por el duro 
y constante sufrimiento que por los años, aniquilada, 



(13] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



escuálida, con los ojos fuera de las órbitas y la piel 
sobre los huesos, ahora rígida, muerta a colmillo por 
los perros, bañada en sangre, revolcada por el polvo 
y el barro, apenas cubierta con desechos de tela inco- 
lora, era para el un objeto de muda y dolorosa con- 
templación. 

En el semblante desencajado del gaucho había 
como un surco de pena intensa. 

De vez en cuando cogía la mano flaca y rugosa 
de la muerta, la miraba fijamente, la acercaba a sus 
labios temblorosos y la dejaba caer de súbito apenas 
sentía su frialdad horrible. Algo como una voz so- 
lemne que venía del fondo de su alma sin vuelos, a 
modo de eco lejano de apagadas memorias, parecía 
decirle que él era carne de su carne, que en aquel 
pecho misero y enjuto él había mamado 1 y que aquella 
mano seca y hoyosa que exhibía crispados los dedos 
y rotas las uñas, le había dirigido y preservádole de 
los peligros en la edad en que el hombre se arrastra 
y grita sin poder ponerse de pie como los demás 
animales del campo. Debía ser sí, sangre de su san- 
gre, porque al mirar la vieja, andrajosa y destrozada 
sentía hincársele en el pecho, dura y punzadora una 
espina de la cruz, que sólo la pobre bruja hubiese 
sido dado arrancar de la herida que no sangraba, pero 
que hacía gemir la entraña con inaudita violencia 

A intervalos exhalaba una nota ronca sin lágri- 
mas ni contracciones, breve, espontánea, asustadora 
en el silencio y la soledad del sitio, muy semejante 
al resoplido sordo de un toro enfermo. 

Daba vueltas despacio, observando el sangriento 
despojo atentamente, de hito en hito; y luego se 
quedaba pensativo con la vista en el ramaje oscuro 
largos momentos. 



[14] 



SOLEDAD 



Volvíase de pronto, cogía, entre sus dos manos 
puesto en cuclillas la desmelenada cabeza de la bru- 
ja, e insistía en observarla en todos sus detalles como 
fascinado tétricamente por el horror de aquella más- 
cara de endriago. Una vez llegó a arrastraría incons- 
ciente hasta un cuadro de luz plateada, que la alum- 
bró de lleno. 

Recién se le ocurrió a Pablo cerrarle los ojos y 
la boca. Bajóle con los dedos los parpados, pero 
éstos no se plegaron ya helados y endurecidos. Tentó 
cerrarle la boca, y las mandíbulas volvieron a caerse. 
Entonces Luna ajustólas con una tira en forma de 
barboquejo, cuyos extremos ciñó en el cráneo. En 
seguida le arregló el cabello, echándoselo sobre el 
seno, estiróle los fragmentos de ropas a lo largo del 
cuerpo que rodeó con tiras para sujetarlos, y por 
último se sentó a su lado poniéndose a picar tabaco 
con suma lentitud, cabizbajo, aplomado por el peso 
de sus violentas tribulaciones. 

Pasada media hora se levantó del sitio. 

Allí cerca del ribazo había un grupo de regu- 
lares guayabos muy próximos unos de otros, con 
grandes ahorcaduras. 

Pablo arrastró del monte dos troncos gruesos 
ya secos, cortóles las ramitas duras y los retaceó con 
golpes de daga. Luego envolvió bien el cadáver en 
dos jergones que sacó de su recado, atándolos con 
una guasca peluda de las que llevaba colgadas a 
grupas; puso en seguida a la muerta sobre los dos 
troncos, y ciñólo todo fuertemente con otras tiras de 
cuero sin sobar, en forma de lío. La bruja no pesaba 
más que una momia. 

Concluida la fúnebre tarea, Luna cargó con el 
bulto y encaminóse a la isleta de guayabos. 



[15} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Apoyó el lío en uno de los troncos, y descal- 
zóse las espuelas. 

En seguida trepóse con pies y rodillas al árbol, 
montóse a una rama gruesa que cedió en parte a su 
peso, cogió por el extremo superior aquel extraño 
ataúd, lo levantó con algún esfuerzo hasta descan- 
sarlo en una horqueta de modo que se mantuviese 
en equilibrio; y por último, descendiendo de la rama, 
empujó desde el suelo con su cabeza y manos el lío 
hasta encajar la extremidad inferior en otra ahorca- 
dura del árbol más cercano. Como complemento de 
su triste labor, aseguró también con recias lazadas 
las cabeceras a los árboles, a fin de que el viento no 
derribara el armazón. 

Después, recogiendo sus espuelas de hierro, vol- 
vióse lentamente al potril, tiróse al suelo y se puso 
a lloran 

Pasado ese momento de dolor, murmuró boca 
abajo: 

— ¡ Quien juera brujo de a deveras por mi 
madre! 

Sintió un leve aleteo como de alas de felpa 
entre el ramaje. 

Levantó entonces la cabeza, y miró. 

Dos ojos fosforescentes le observaban fijos, in- 
móviles, desde el fondo de la isleta, y a poco un 
chillido estridente turbó la soledad. 

Era un ñacurutú que se había posado junto al 
cadáver, muy recogido en m sí mismo, tiesas sus gran- 
des orejas de plumas; sombría, misteriosa imagen 
de la vida errabunda, tétrico compañero de las horas 
sin paz ni luz. 



[16} 



SOLEDAD 



IV 

En el valle, y distante del rancho de Pablo Luna 
una milla, se encontraba la población principal o 
tronco de la estancia de don Brigido Montiel. 

Era este un hombre rudo, bajo de cuerpo, cara 
ancha, espaldas cuadradas y manos enormes. 

Asemejábanse sus ralas patillas en semicírculo 
de uno a otro maxilar inferior, a los pelos desiguales 
y cerdosos que cubren las mandíbulas del tigre; la 
parte carnuda de la oreja, gruesa y salida hacia 
afuera; las cejas muy pobladas y revueltas; la boca 
grande, con buena dentadura, la barba corta y un 
cuello de toro, completaban los rasgos mas notables 
de este cimarrón, amo de ganados y señor de «lazo» 
y cuchillo de la comarca. 

Su genio díscolo le había enajenado toda sim- 
patía. Aún encariñando, cosa que ocurría rara vez, 
lastimaba, pareciéndose en esto al gato. Si bien los 
hombres que lo servían eran como él montaraces, 
pocos lo igualaban en crudeza de instintos y en ma- 
neras cerriles. Siempre pecaba por exceso para man- 
dar o malquerer. Se le servía por la paga, en que 
era estricto, y por Sólita que era un encanto; pero 
desgraciado del peón que incurriera en sus enojos 
o animosidades! Ése no tenía allí trabajo, ni hospi- 
talidad. Decía Montiel con frecuencia, que el gaucho 
v era hijo del rigor, y que por lo mismo una cara de 
perro le hacía mejor efecto que una buena conseja. 

Graciosa y provocativa era su hija Soledad, tipo 
de hermosura criolla escondido entre aquellas bre- 
ñas; y a quien destinaba don Brígido para mujer de 
un brasileño rico que tenía su campo y ganados a 
pocas leguas de allí. 



117] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Soledad, de dieciocho años, de un moreno son- 
rosado, ojos grandes y negros, formas llanas y redon- 
das y unas trenzas tan enormes que le pasaban de la 
cintura, constituía el punto de mira y de atracción 
de todos los mozos del pago. 

Fruta incitante, sazonada a la sombra de los 
«ceibos», o flor de carne que los mismos «ceibos» 
envidiaran para su copa altiva, el prestigio fascinador 
de esta mujer había encelado todos los sensualismos 
y como incrustado su imagen en cada corazón sel- 
vático, de modo que por el sitio rondaban y a él 
volvían los más soberbios y rebeldes al yugo de Mon- 
tiel, callándolo todo, hasta el instinto vengativo, e*i 
obsequio a la esperanza de merecer la gracia feme- 
nina. 

Quien creía haber obtenido de ella una frase 
halagadora; quien una sonrisa expresiva; quien un 
gesto de interés; el más «ladino», un saludo de apre- 
cio; el menos conversador, una mirada a escondidas; 
el mejor cantor, un suspiro; el jinete más guapo, un 
aplauso; el guitarrista de más gusto, una atención 
profunda; el mayor «quiebra», una gran risa; hasta 
el matarife de diario soñaba en que su habilidad 
para degollar ovejas predisponía a su favor la moza. 

Todo el fervor varonil del pago se concentraba 
en ella. Donde quiera se agitase su «pollera» corta, 
los pastos echaban flores; planta que ella tocase, 
alcanzaba virtud de milagro; rosa de cerco que se 
pusiera en el pecho, creaba aroma; caballo que mon- 
tase, se ponía piafador y querendón. 

El hecho es que Soledad no parecía preocuparse 
ni mucho ni poco de todo lo que la rodeaba; y que 
su mismo compromiso con don Manduca Pintos, el 
brasileño hacendado, no le quitaba el sueño. 



[18] 



SOLEDAD 



Dejaba hacer y decir sin importársele las con- 
secuencias, a juzgar por su aire displicente, tranquilo, 
de mujer sin penas ni devaneos. 

Hacía su gusto con libertad; galopaba en bue- 
nos «pingos»; bailaba algunas veces; la faena do- 
mestica no la absorbía mucho; de costura había 
aprendido poco; de instrucción moral ni el «padre 
nuestro», no sabía qué era oficio; pero en cambio 
era diestra en hallar nidadas de avestriu o de gallina, 
en echar cluecas, escoger «choclos» granados, bajar 
higos «chumbos», y hacer el puchero. 

Y no era sólo el puchero. Don Brígido solía 
decir que nadie como ella condimentaba guisos de 
ternera, y especialmente ciertas partes glandulosas 
del toro, a cuyo manjar la joven se había aficionado 
desde niña, y que a la vez era de la predilección de 
don Manduca. 



V 

Cierta tarde Soledad caminaba por las cerca- 
nías de la huerta, cuando acertó a pasar por allí, 
montado en su alazán y al trote corto, Pablo Luna. 

Ella no lo conocía mas que de nombre; y de su 
habilidad para el canto y la guitarra, había también 
oído muchos elogios. 

Eso, unido a la sombra de misterio que rodeaba 
su vida errante, aumentó su curiosidad en momento 
inesperado, viéndolo cruzar a pocos pasos de ella. 

Este mismo pasaje de Pablo Luna era un suceso 
raro, pues casi nunca se le veía tan próximo a las 
«casas». 

Soledad lo observó con la cabeza baja y las 



£19] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



pupilas fijas, un poco de soslayo, torcida, inmóvil; 
él la miró con aire melancólico, de una manera vaga 
y fría. 

Llevaba su guitarra apoyada en la cadera, el 
sombrero hacia atrás, flotantes al dorso los rizos ne- 
gros, muy pálido el rostro, pero lleno de una expre- 
sión resignada. 

Balbuceó al pasar las «buenas tardes» y llevó 
la mano al ala del sombrero. 

Soledad apenas movió la cabeza; y cuando él 
se hubo alejado, púsose a mirarlo sin disimulo por 
detrás, con un gesto de suspensión y de extrañeza. 

Y mirándolo siguió, hasta que Pablo llegó a 
ocultarse en un gran matorral cercano al monte. 

Tuvo en cuenta que no había vuelto ni una 
vez la vista, siendo así que eran muchos los que se 
hacían todo ojos por ella. 

¡Qué mozo idioso! . . . 

¡Pero qué linda estampa! Pocos se le parecían. 

Ocurriósele recién entonces pensar que don 
Manduca, su prometido, era un hombre barrigón 
con las piernas «cambadas», el semblante verdi-ne- 
gro, la barba de chivo y el cabello ya canoso. 

Su comparación con el «gaucho-trova» la dejó 
un poco inquieta; fué un paralelo a vuelo de pájaro, 
con esa vivacidad propia de una mujer joven de 
sangre rica y generosa en quien un incidente cual- 
quiera hiere el instinto oculto y lo pone en acción 
inmediata. 

Ante aquel hombre apuesto y bizarro, aquellos 
bucles airosos, aquella juventud atrevida que se con- 
fiaba en la vida errante a sus propias fuerzas, y 
aquel ceño de cantor triste, aquel modo de ser resig- 



[20} 



SOLEDAD 



nado que se trasparentaba en sus ojos, por fuerza 
tuvo ella que comparar . . . 

En presencia de muchos otros hombres, no se 
le había ocurrido, sin embargo, someter a don Man- 
duca a la prueba de comparación. 

Ahora se le ocurría, como si despertaran de 
súbito y por primera vez sus sentidos y experimen- 
tase una impresión ruda y singular. 

¿Por qué ella no había puesto antes en línea 
a Pintos con los otros, y lo ponía en ese momento 
junto a Pablo Luna para deducir una diferencia? 

No se ocupó de averiguar la causa. 

De lo que sabía darse razón, era que doo Man- 
duca se pasaba de maduro, y el otro de guapo y 
tentador. 

jPero este Pablo Luna tan desdeñoso y hura- 
ño! . . . 

Y pensando así, Soledad torció el labio con 
aire irónico. 

Después hizo un mohín de altanería, sacudió - 
el vestido en una voltereta brusca, y mirando por 
última vez al sitio en que desapareciera el «gaucho- 
trova», se fué a paso lento hacia las «casas». 

De vez en cuando observábase a ella misma 
por delante y por detrás, volviendo cuanto podía la 
cabeza con ciertos barruntos de amor propio herido. 

En verdad iba un poco encrespada, sin atinar 
en la causa de su enfado repentino. 

¿Acaso sabía lo que era querer? 

Nunca había sentido afecto por ningún hombre, 
fuera del que a su padre tenía, a pesar de la grosera 
manera con que éste manifestaba siempre su cariño 
aun tratándose de su hija. 



[21] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Encontrábase pues, hermosa, lozana, robusta, 
llena de anhelos y de fuerzas juveniles, en condicio- 
nes de experimentar a la menor ocasión un cambio 
violento en su vida monótona. 

Hasta ese instante había sido ella el imán de 
muchas voluntades, el punto céntrico en que coin- 
cidían todas las ansiedades secretas de los que se mo- 
vían a su lado. 

A su vez ¿no le tocaría el turno de ser subyu- 
gada? 

O por lo menos ¿no encadenaría con sus encan- 
tos a otros de existencia vagabunda como aquél que " 
acababa de pasar por delante de sus ojos, indiferente, 
como aburrido de un mundo que parecía reducirse 
para él a la soledad del valle y de los cerros, sin 
más dichas y consuelos que el canto de los pájaros 
salvajes, la sombra de los bosques, la luz del sol 
esplendoroso, los tañidos plañideros de la guitarra, 
y acaso las memorias de la primera mocedad des- 
graciada? 

Preocupóse del «gaucho-trova». No era igual a 
los otros . . . 

¿Por qué no se habría vuelto a mirarla antes 
de esconderse arisco en las quebradas? 

¿Sería que ella no tenía interés alguno para él, 
que las gracias con que los demás la adornaban, no 
las veía Pablo; ni su cara era tan linda como decían; 
ni sus ojos valían lo que dos «linternas» de las que 
vuelan por la noche alumbrándose el camino^ 1 

Es verdad que los de él eran muy simpáticos, 
azules como la flor del cardo recién abierta, aunque 
uno parecía algo «guiñador» con sus crespas pesta- 
ñas temblonas. 



[22} 



SOLEDAD 



El viejo Montíel, su padre, decía que ése era 
«ojo de taimado», de «matrero» que «bichea» desde 
que el sol nace hasta que se pone. Pero a ella no le 
parecía asi, don Brígido le tenía mucha inquina a 
Pablo, porque según él, vivía de sus ovejas y de sus 
vaquillonas, sin que nunca hubiese podido sorpren- 
derlo en una carneada. 

Esa mala voluntad de su padre era la causa de 
que el pobre andariego no hallara allí trabajo y pa- 
sase de largo por delante de la población las raras 
veces que escogía ese camino. 

Don Brígido lo había maltratado de palabra 
en distintas ocasiones al encontrarse con él en el 
campo o en la «ramada», a donde Luna acudiera 
cierto día en busca de alguna ocupación a jornal. 
Esa vez lo echó con amenazas terribles. Pablo se 
había ido callado como un muerto. 

Se acordaba ella ahora de todo esto, que había 
oído contar a los peones de la estancia. 

Y al acordarse de pronto, como suele uno ha- 
cerlo sobre un hecho a que en su oportunidad no 
dió importancia alguna, empezó a creer que acaso 
aquella animosidad no fuese justa, dado que el «gau- 
cho-trova» parecía de buena laya, manso y humilde. 
¿No lo eran ciertos pumas aunque se comieran las 
ovejas? 

Por lo demás, había oído de Pablo algunas co- 
sas que lo hacían aparecer guapo y generoso, aunque 
lleno siempre de misterios. 

Algunos decían que en lo intrincado de la sierra 
escondida entre inmensos peñascos y espesuras había 
una gruta donde el «gaucho-trova» echaba sus sies- 
tas tranquilas, mientras en las cumbres de los cerros 
solitarios prorrumpían en gritos las águilas, y en los 



[23} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



valles hondos roncaba el tigre. Que en esa cueva 
desconocida, se estaba las horas, y que al bajar el 
sol salía al paso de su caballo para hundirse en la 
maraña. 

Siempre con la guitarra a la espalda o en su 
diestra, no la pulsaba para los hombres, y allá en la 
soledad la hacia trinar para jolgorio de los seres 
montaraces. 

Añadíase que a sus sones bajaban los pájaros 
de rama en rama apiñándose en la pradera; y que 
una vez una bandada de cuervos de cabeza calva, 
también por oírle, se estuvo quieta en las piedras de 
un barranco a pocos pasos del tañedor. 

Cuando él acabó de tocar y de cantar, los cuer- 
vos se alzaron como una nube negra y se cernieron 
bajo, sobre su cabeza, lanzando en coro sus fúnebres 
graznidos. 

Otras cosas se añadían que sólo había visto un 
matrero por casualidad, escondido en los juncales 
cercanos al arroyo. Eran episodios dramáticos de un 
colorido intenso y bravio. 

Pero entre ellos, resaltaba uno que hablaba con 
elocuencia al sentimiento y denunciaba una energía 
poco común en el esfuerzo. 

El arroyo había salido de cauce por el exceso 
de las lluvias, gruesas corrientes habían bajado de 
los cerros abultando el caudal, y las aguas rebasando 
el borde de las barrancas se habían extendido por el 
monte hasta inundar en parte el llano. 

Los troncos de los árboles, de poca elevación 
en su conjunto, aparecían sumergidos en más de 
un tercio, de modo que las ramas tocaban por sus 
extremos la superficie. Una serie de copas verdes for- 
maba festón al abismo, caracoleando y perdiéndose a 



[24] 



SOLEDAD 



trechos en los recodos de la sierra. Esta cueva extensa 
de vegetación indígena, monótona y uniforme, era 
interrumpida acá y acullá por palmeras solitarias 
que se alzaban sobre la muchedumbre de especies, 
airosas y esbeltas como sombrillas de lanceolados 
flecos» 

Toda huella de vado habíase borrado para un 
ojo poco experto. 

Allí donde en realidad estaba, el agua aparecía 
como un remanso de peligrosa hondura. ¿Quién po~ 
día atreverse a pasarlo cuando venía con su mayor 
fuerza la corriente? 

Los más altos duraznillos de la orilla habían 
desaparecido bajo las aguas. También las espadañas 
y cortaderas que únicamente elevaban las puntas de 
sus blancos penachos cónicos una pulgada del nivel 
de la creciente. 

Dando gritos extraños, el capivara se deslizaba 
nadando por sitios que antes fueron tierra firme, y 
numerosas bandadas de grandes patos y cisnes cu- 
brían las abras del monte que pocos días atrás eran 
feraces praderas. El agua en masa enorme rodaba 
silenciosa haciendo en ciertos puntos pequeños remo- 
linos, y levantando en otras burbujas y espumas en 
círculos concéntricos. Por el medio de la canal via- 
jaban dando volteretas pedazos de troncos y gajos 
ramosos que precipitaban su marcha al acercarse a 
una pendiente, y luego, como tren veloz, al revol- 
verse en un bajo sembrado de grandes piedras, que 
constituían un salto en época normal, y que ahora 
hacían girar vertiginosas en cinco o seis remolinos 
las aguas, sin descubrir una sola de sus cúspides 
agudas. 



[25} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Algún fragmento de cuero seco, de lana con 
abrojos, de juncos y de totoras arrancados con parte 
del terrón de las orillas, hacían compañía a la broza, 
siguiendo el derrotero a manera de tropa en disper- 
sión a quien el pánico empuja y precipita. En una 
como abierta tenaza que formaba el vado, los mano- 
jos de raíces y las ramas destrozadas se habían aglo- 
merado junto a los árboles, de cuyas horcaduras caían 
largos mechones verdes de parásitas allí depositadas 
por la creciente. Aquel manto de desechos parecía 
de lejos dura costra, pues allí el agua estaba quieta. 
Más atrás veíanse los peñascos de la sierra. 

Según narró el matrero, en estas circunstancias 
y siendo medio día, cayó al vado un jinete que se 
detuvo a observar el sitio con algún recelo. 

Este hombre era de su pelaje, según coligió. 
Apenas traía una jerga su caballo, y lazo al pescuezo. 
El jinete un pañuelo atado en forma de vincha en 
la frente, «boleadoras» y daga a la cintura. 

Como viese que vacilaba, hubo de advertirle 
que la corriente tragaba hombres y que no se echase 
al vado; pero, la presencia de otro jinete que a poco 
surgió del llano, lo obligó a permanecer oculto y en 
silencio. 

Este nuevo vagabundo que caía al vado, era 
Pablo Luna, con su aire uraño y sombrío, y su gui- 
tarra a los «tientos». 

El matrero de la vincha se azotó al agua cogido 
de las crines con su derecha, y nadando con el brazo 
libre a la par de sü bayo. 

Hasta el centro del arroyo convertido en ancho 
río, flotaron bien; pero ya en la canal correntosa 
fueron insensiblemente arrastrados lejos del paso a 
pesar de obluctar hombre y bestia vigorosamente. 



[26] 



SOLEDAD 



Los esfuerzos eran impotentes. No se cortaba en 
dos empujes el curso violento. 

Comprendiendo esto el matrero, se sentó en los 
lomos intentando gobernar y desviarse. El bayo, aun- 
que fuerte, levantóse dos veces de manos golpeando 
las aguas, sin ceder a la rienda. 

El descenso seguía y el salto estaba próximo; 
sentíase sordo el ruido del borbollón. El caballo 
bufaba azorado con el pescuezo tendido; el jinete se 
iba poniendo pálido. 

De pronto dio cara a las grupas y se arrojó al 
arroyo de un salto, procurando eludir la corriente. 
Pero allí había un remolino que lo hizo bailar como 
un trompo, y lo volvió luego suavemente tendido 
de costado al medio de la canal. 

Nadador de gran aliento, pugnó todavía por 
cruzar el abismo. 

El bayo dando vueltas y sacudiendo sus remos 
delanteros, se había alejado algunas brazas y no ha- 
bía ya que contar con él. 

Por dos o tres veces asomó el lomo a la super- 
ficie, lleno de brío, en posición de arrancar al través 
y salvar el obstáculo, aquella fuerza misteriosa que 
entre tibios vahos lo empujaba aguas abajo de un 
modo incontrastable. 

Después se hundió, reapareció, resopló lúgu- 
bremente, giró veloz en el recodo, y a poco saltó a 
los aires una manga de agua y espuma. 

Había caído y rebotado en las piedras sumer- 
gidas. 

No se vió mas. 

Su dueño iba en pos. Había tomado la hori- 
zontal y dejábase arrastrar a manera de corcho o 
inflada vejiga, con el rostro de fuera, cual si luchase 



{27} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



por hacer entrar todo el ake en los pulmones. Sin 
duda estaban casi agotadas sus fuerzas. 
Descendía por grados. 

Sus manos crispadas solían aparecer en la super- 
ficie, para cogerse locas de la broza que escapábase 
entre sus dedos. 

De repente, asomó una cabeza entre los árboles 
casi anegados, por donde tenía su entrada una «pi- 
cada» estrechísima del monte. 

Aquella cabeza era la del «gaucho-trova». 

Había visto sin duda todo, y conocedor del te- 
rreno, avanzólo por la «picada» pasando de rama 
en rama hasta enfrentar la canal. 

Ya al término del boquete, su cuerpo flexible 
se tendió en un gajo de molle, que fué arqueándose 
poco a poco hasta mojar sus hojas en la superficie. 

Allí afirmado como un gato montés, y libre el 
espacio necesario entre su cabeza y el árbol para 
agitar sobre ella la mano, Luna revoleó un lazo y 
lo tiró con fuerza al nadador. 

Éste se cogió a él con ansia, lo arrolló a su 
cintura hasta ponerlo tirante, sujetóse con las dos 
manos de la parte que quedaba a flor de agua, y 
púsose a descansar un momento. 

Así que cobró ánimo, empezó a tirar del tren- 
zado y a avanzarse con rudos enviones, lívido, reso- 
llante como una res que ha sido arrastrada a lazo 
muchos metros, y a quien la argolla aprieta la gar- 
ganta. 

Pero, ya a punto de llegar al árbol, quebróse 
la rama a que estaba ceñido un extremo de la impro- 
visada maroma; y apenas se produjo el crujido, el 
matrero se sumergió. 



{28] 



SOLEDAD 



No tardó, sin embargo, en resurgir algunas 
brazas más adelante, manoteando en el vacío; por 
último flotaron sólo sus largos cabellos. 

En tanto, el lazo fué recogido en parte, como si 
se hubiese hecho con su otro extremo una nueva 
atadura; y Pablo Luna, completamente desnudo, se 
arrojó al agua, dando un brinco de lo alto del molle. 

El impulso lo llevó hasta el que se ahogaba a 
quien agarró de los pelos. 

Como si sólo esperase un tirón suave, el hom- 
bre de la vincha se alzó del abismo, se abrazó a 
Luna, y los dos muy unidos, cara con cara, giraron 
en movimiento rotativo, se hundieron y asomaron 
siempre ceñidos el uno al otro, en medio de la co- 
rriente. 

Ésta no los empujó aguas abajo. 

El lazo apareció tieso y fijo, pues a él estaba 
amarrado el «gaucho-trova»; quien con las ondulan- 
tes guedejas pegadas a las mejillas, dió una gran 
voz enérgica, puso la espalda al compañero de aven- 
tura que le cruzó los dos brazos por el pecho, y 
arrancó hacia el boquete a favor de la trenza que 
poco a poco iban sus manos recorriendo con gran 
firmeza y vigor a pesar del peso sobre sus hombros. 

En pocos instantes alcanzó los árboles del bo- 
quete; y entre ellos desapareció con su carga. 

]Ah, Pablo del alma! . . . 

Al recordar Soledad este episodio que escuchó 
una tarde de boca del mismo matrero que lo había 
presenciado, volvió a pensar que el viejo Montiel 
odiaba a Luna de puro gusto. 



{29} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



VI 

Pero después trajo a la memoria que don Man- 
duca Pintos había hecho algo por ella, en prueba 
de grande aprecio; y aunque no estaba «prendada» 
del hacendado riograndense, ni había tenido en mu- 
cha monta el ser o no su mujer, con todo le hacía 
fuerza el recuerdo de ciertas cosas que la ataban al 
«consentido» como con una coyunda. 

Acordóse, pues, de lo que un día le había ocu- 
rrido no lejos de las casas, casi encima del monte y 
junto a un matorral, al apearse de un salto de su 
zaino. 

En esa ocasión, un yaguareté de regular tamaño, 
que sin duda había estado sesteando entre las breñas, 
le dio un gran susto. 

La aventura había pasado de este modo: 

Al apearse Soledad, alguna carne maciza vió 
el yaguareté que ofrecíale espléndido festín, porque 
dando dos pasos adelante movió de un© a otro lad<? 
la cabeza y la cola relamiéndose los bigotes. 

Si bien en parte oculta detrás de su caballo, 
Soledad sintió su aproximación; dio un grito aho- 
gado y quedóse inmóvil por la sorpresa. 

El caballo inquieto, anduvo algunos pasos y 
empezó a dar vueltas con las orejas tiesas y la vista 
recelosa, hasta alejarse regular trecho del tigre. 

La joven cogida al cabestro y casi ceñida al 
pecho del animal que adivinaba el peligro, fué si- 
guiéndolo maquinalmente, sin alientos para poner el 
pie en el estribo o llamar a su socorro. 

¿Á quién podía tampoco llamar? 

Él zaino se paró al fin todo estremecido, dando 



[30} 



SOLEDAD 



el flanco a la fiera que había seguido arrastrándose 
sobre el vientre en derechura a su presa. 

Soledad sofocó un gemido en su garganta. 

De pronto el tigre se detuvo también a pocos 
pasos del grupo, con los ojos fijos de un fulgor 
siniestro, haciendo anillos con la cola a la manera 
del gato. Tenía el lomo como un arco. 

Un hombre venía a pie por la orilla del monte. 
Traía un poncho sobre el hombro izquierdo y una 
gran daga cruzada por detrás en el cinto. 

Cuando Soledad lo vio, encontrábase ya él a 
poca distancia. 

No pudo menos de lanzar un grito ronco ante 
esta aparición imprevista, al ver la tranquilidad que 
el rostro de aquel hombre revelaba y la firmeza de 
su andar. 

Acabaría de salir sin duda del abra vecina, pues 
ella recién lo vió entre las nieblas de su miedo. Tem- 
blaba como una hoja. Quiso articular alguna palabra 
y no lo logró. En cambio, sonrió al recién venido 
sintiendb que le renacía el ánimo. 

Don Manduca, pues él era, dijo con el ceño 
fruncido: 

— ¡Cómo no, si das volta costas! . . . ¡Ehu, 
manchao baboso 1 

Y arremolinó el poncho. 

Observó entonces ella con asombro que Pintos, 
con una audacia de que no lo creía ella capaz y sin 
perder la flema, díó un salto colocándose entre el 
caballo y la fiera, al mismo tiempo que se arrollaba 
el poncho en el brazo izquierdo y desnudaba la daga 
con gran presteza, 

La bestia empezó a retroceder con sordo ron- 
quido y las fauces abiertas entre las malezas, atenta 



[31} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



al enemigo, pestañeando y pasándose a veces la len- 
gua por los labios negros, de los que caía como un 
hilo de espumas. 

La criolla no miró más. Azogada todavía huyó 
a pia hacia la huerta, en tanto su caballo, viéndose 
libre, arrancaba de súbito a gran galope cual si lo 
hubiese mordido en los jarretes una víbora. 

Pero lejos ya la joven, y al eco de un bramido 
volvió el semblante y pudo ver la fiera en fuga al 
interior del monte dando brincos enormes por enci- 
ma de las yerbas y exhibiendo por entero su pelaje 
negro y dorado que brillaba al sol con un lustre 
admirable. 

Don Manduca, envainando la daga, la siguió 
pronto con aire de triunfador. 

Todo esto la impresionó al principio vivamente. 
El robusto brasileño parecía saber domar tigres, cua- 
lidad que ella no le había conocido hasta que la 
probó delante de sus ojos» 

Esa tarde le brindó Soledad con el mate amar- 
go con mejor talante que otras veces, lo oyó con 
cierto interés y la comida en común fué muy cordial. 
Don Brígido por su parte, se mostró en extremo 
contento por todo lo ocurrido y elogió el arrojo de 
su amigo entre francas expansiones de alegría y 
agasajo. 

El comento de la cosa duró algunos días por 
ser novedad poco frecuente. El peonaje la tomó 
como tema de las pláticas en la hora de la siesta, y 
se creció en más de un palmo la estatura de don 
Manduca bordándose en rededor de su persona una 
«fábula», según la expresión de uno de los narra- 
dores. 



[32] 



SOLEDAD 



Sin embargo, pasadas dos semanas, Soledad fué 
olvidando el episodio y concluyó por volver a su 
indiferencia, como si en verdad no hubiese nunca 
sentido Ímpetus de pasión por nadie* 

Demostraba más gusto en departir sobre, cosas 
del campo con los peones y en hacerles rascar la 
guitarra que en estar junto a Pintos. 

Cuando se aventuraba alguna alusión en la 
rueda o en la cocina, se reía o encogía de hombros. 
Complacíase la mozada en verla hincar sus finos 
dientes en la galleta dura y sorber con ruido la bom- 
billa; o en seguirla en todos sus movimientos desor- 
denados por si podían descubrir algunos de sus en- 
cantos. 

A veces los mortificaba levantándose el vestido 
hasta la rodilla para saltar por encima de la ceniza 
callente del gran fogón, o poniéndose en jarras en 
el umbral de modo que se transparentasen sus for- 
mas hermosas a la radiación del sol sobre sus ligeras 
ropas. 

Hirviendo en sensaciones, mostrábanse enton- 
ces los peones encelados. Mirábanse con desconfianza 
los unos a los otros, receloso cada uno de lo que los 
demás habían visto, y que sólo cada uno de ellos 
quisiera haber admirado con prescindencia de testi- 
gos. El celo llegaba a ponerlos hoscos, prevenidos, 
casi envidiosos sin causa real. 

Acostumbrados a observar silenciosos en el ro- 
deo cómo se disputaban ios toros bravios la junción 
sexual, la fuerza de la sangre y el instinto brutal- 
mente sugestivo los predisponía a hacer con la daga 
lo que el poderoso macho con el cuerno. 

Reprimíalos no obstante, su condición, asi como 
los accidentes díanos de la vida de pastoreo que les 

C33] 



8 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



hacían olvidar con los esfuerzos del músculo y las 
fatigas de la faena, sus tristes odios y amores. 

Era a la vista de Soledad que éstos recrudecían 
cuando la holganza se nutría con el mate y el tabaco, 
la guitarra, la canción y la payada. Entonces bullían 
las ansiedades y los enconos en el corazón «matrero». 
La margarita punzó les andaba por las pupilas, como 
un velo de sangre, muy roja_ y viva. 

En el afán de verla, todos estaban cada día muy 
temprano en el palenque aderezando sus caballos. 



VII 

De éstas y otras muchas cosas por ella sentidas 
u observadas, antojósele acordarse a Soledad la tarde 
en que vio pasar por su lado a Pablo Luna. 

Al día siguiente extrañóse que aún pensara en 
él al despertarse; y con la aurora levantóse y fuése 
al campo. 

Cerca de las casas, estando ya el maíz en sazón, 
habíase erigido una troja o sea un ligero armazón en 
forma de cabaña cónica de regular amplitud en su 
base cubierto con las mismas espatas y panículos 
secos de su planta, cuyos frutos se deseaba resguar- 
dar de la intemperie. A falta de compartimientos en 
el edificio o en el grosero rancho de paredes embos- 
tadas que sirviesen de depósito a los productos agrí- 
colas escasos del tiempo a que nos referimos, impro- 
visábanse asi con los mismos desechos las trojas de 
manera tan industriosa, que resistían al igual de las 
parvas la acción del sol, de la lluvia y del viento. 



[34} 



SOLEDAD 



A espaldas de la troja se alzaba una línea de 
tunas muy crecidas llenas de «chumbos». 

A estos sitios se dirigió Soledad. Por allí se mo- 
vió de un lado a otro tanteando los higos largos 
momentos. Entróse después a la troja, y se puso a 
arrancar las hojas colgantes sin preocuparse de lo 
que hacía. 

Don Manduca, en una de sus estadías en la 
estancia había construido la troja con sus propias 
manos, por no parecer ocioso. Ella bien lo sabía. 

A fuerza de tirar de los tallos y panículos llegó 
a abrir un agujero en el techo, y apercibida de este 
destrozo echóse a reír con ganas y salióse muy ligera 
de la troja. 

En el fondo de las tunas había una extensa 
loma. 

Encaminóse por ese rumbo como vacilando, 
dando vueltas, trazando curvas. 

Abría el día pesado y caluroso. 

Próximo al barranco de la Bruja, casi en frente 
del bosque, había un trazo de terreno de altos pastos 
solitario y montaraz. La cepa-caballo y la flor de 
viuda se confundían con la visnaga, el duraznillo 
negro, el plumerillo, el hinojo y la cicuta. Había 
también apio en las piedras, zarzamora en el boscaje, 
arazaes en la ladera y espinas de la cruz en el fondo 
arenoso. 

Soledad se detuvo delante del matorral un mo- 
mento, ensimismada. Zumbaban a su alrededor cien 
insectos brillantes y movíanse en los gajos y hoja- 
rascas en rumoroso enjambre escarabajos y bichos 
moros, cárabos, isocas, cnsómelas, corpulentos Capri- 
cornios y langostas voladoras. En nada de esto paró 
ella atención; sino que echando una ojeada hacía 



[35] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



las casas, por si era o no vista, cruzó luego por un 
estrecho sendero el barranco rápidamente y al mismo 
paso llegó en pocos instantes a lo alto de la loma. 

Desde allí se dominaba un vasto paisaje. La 
sierra estaba próxima con sus cejales azulados, sus 
faldas sombrías, sus peñascos amarillosos formando 
una cortina inmensa festonada por la línea verde 
del monte. En las cumbres oscilantes los vapores 
como jirones de tules, esfumaban sus blancas volutas 
al calor solar, y en las faldas ya limpias irradiaba 
esplendente la mañana uñiéndolo todo de dorados 
reflejos. 

Púsose Soledad a mirar hacia los estriba- 
deros de la sierra, verdaderos sitios salvajes, entre 
cuyos matorrales se alcanzaba a percibir un ranchejo 
negro de gaucho pobre. 

Nada sin duda pudo divisar, porque volvió los 
ojos, al parecer cansada, al extremo del valle que a 
su izquierda hacía ángulo con el monte y la loma. 

Por allí triscaba los pastos una manada de ye- 
guas de colas llenas de abrojos, arisca, bufadora, 
casi agresiva. 

Un padrillo de enredadas cerdas y pelos bastos, 
impetuoso y gruñidor, aplanaba a cada momento las 
orejas, mostraba los dientes y ar remolineaba la grey 
repartiendo recias coces a todos rumbos. 

Las yeguas giraban en torbellino alrededor de 
la madrina, cuyo esquilón sonaba en el centro como 
tocando a somatén. 

Al fin se detuvo el padrillo impetuoso, enarcó 
el cuello con gran bizarría, alzóse lleno de vigor 
pujante y oprimió entre sus remos delanteros unos 
cuadriles redondos con brutal e intensa caricia, hi* 
pando bravio, encrespada la crin, trémulo el copete, 



[36} 



SOLEDAD 



muy abiertas las narices cual si por ellas saliese una 
ráfaga de fuego. 

Soledad contempló atenta aquella escena, sin 
signo de extrañeza, aunque con cierta avidez, la mi- 
rada muy fija y la mejilla ardiendo. Su seno ondu- 
laba de vez en cuando con alguna violencia. 

Después se alejó varios pasos de allí con los 
ojos en el suelo; los volvió de nuevo a la falda de 
la sierra, y por largo rato los mantuvo fijos en la 
guarida de Pablo Luna, cual si esperase columbrar 
algo que calmase sus ansias del momento. 

Por fin un bulto muy lejos, el de un jinete que 
acababa de dejar el rancho y se dirigía al trote sierra 
adentro. 

No podía ser otro que el «gaucho-trova» pues 
no se le conocían amigos, ni nadie se allegaba a su 
madriguera. 

¿Qué iría a hacer allá entre los cerros? 

Llevaría tal vez la guitarra, su única amiga, 
con el intento de cautivar con sus sones a otras mo- 
zas, a quienes también cantaría lindas décimas. 

Esta idea mortificó mucho a Soledad. 

Era preciso que él viniese cerca de ella e hiciera 
lo mismo, que la persiguiera y la encariñase. 

Recien se apercibió que a su alrededor había 
como un vacío, y que la soledad no la llevaba en 
el nombre sino dentro de sí misma. 

Un poco de angustia, que nunca sintió, la inva- 
dió de súbito removiendo el celo en el fondo de su 
pecho lleno de rudos instintos. Un gusano venenoso 
parecía morderle allí en la entraña con insistencia 
cruel. 

El potro seguía lanzando en la manada como 



137] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



carcajada histérica su grito encelado y enérgico entre 
botes y dentelladas. 

Aquello acabó por irritar a Soledad, que se vol- 
vió a largos pasos hacia las tunas 

— Lo he de amadrinar! — decíase a media voz, 
empañada la mirada por un llanto extraño que ella 
no podía evitar y se le agolpaba a los párpados. ¿Por 
qué no? ... Él no es más que otros 

VIII 

Esa tarde lo vio. 

Luna echó pie a tierra en el bajo y la saludó 
con sequedad. 

Estremecióse toda; púsose muy pálida, ahogóla 
una emoción irresistible. 

Pero no se sintió con fuerzas para mirarlo de 
frente, en los ojos, como en el fondo lo ansiaba. 

Por el contrario, le dió la espalda, y echóse a 
caminar entre las tunas a pretexto de escoger higos 
chumbos en sazón. 

Púsose a tantear con fiebre, excitada. Caíale la 
crencha negra sobre los ojos muy brillantes; tenía 
húmedas las pupilas, hinchado el labio inferior como 
una guinda madura, y las mejillas llenas de rosas 
rojas. 

Toda ella era un desasosiego extremo; presen- 
taba los síntomas de una agitación nerviosa que era 
sin embargo peculiar a su temperamento y que más 
de una vez, al contemplarla con mirada codiciosa, 
había hecho exclamar a los peones. 

— Parece jején de monte! 

De una a otra tuna, con mano hábil para elu- 
dir las espinulas enconosas, su brazo se alzaba o des- 



138] 



SOLEDAD 



cendía como desciende o se alza la abeja agreste en 
un búcaro de cardas. 

Quedábase a ocasiones quieta delante del fruto 
tentador. 

Mas, su cabeza siempre dura, inflexible, sólo 
sacudía la melena sin volverse. 

Al fin la mano temblorosa bajóse casi a la 
altura del ruedo del vestido que se había enganchado 
en una de aquellas paletas de un verde-oscuro, cogiólo 
y tiró con ímpetu hasta levantarlo a medias, poniendo 
al descubierto una pierna de formas tornátiles tan 
hermosa, que cuando ella volvió a ocultarla se sonrió 
complacida cual si el orgullo asomase a sus labios 
en aire de triunfo, y le asistiese la persuasión de 
haber herido al hombre en la entraña 

Al ver aquello, Pablo Luna largó el cabestro, 
y quedóse mirando con los ojos fijos muy abiertos. 

Después avanzo algunos pasos, pero no en línea 
recta, sino a la manera del ñandú; arrastrando por 
los pastos la lonja del «rebenque» o dando con ella 
a alguna langosta voladora que se levantaba por 
delante, desplegando al sol sus alas mordoré. 

Llegó a colocarse muy cerca de la joven, que 
puso también algo de su parte para esa aproxima- 
ción; acaso de un modo casi inconsciente, atraídos 
uno y otro por una fuerza impulsiva. 

Y muy próximos permanecieron callados, ale- 
jándose pocos pasos, volviéndose sin mirarse más 
que de soslayo, cual si ninguna simpatía existiera 
entre ellos y los hubiese dejado mudos alg^in agra- 
vio profundo. 

Iban y venían. Él se echó el sombrero a la nuca, 
para secarse el sudor de la frente. 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Ella arrojó al suelo un higo como enfadada con 
sus pinchos, y se volvió a las tunas. 

Pablo siguió detrás a pesar suyo. 

Al contemplarla llena de juventud, moviéndose 
febril, sentía que la sangre le caldeaba las venas y 
que un afán desconocido de hablar, de cantar o de 
sonreír, de modo que ella lo escuchase o lo mirase 
sin menosprecio o desaire, lo aturdía y hacíale vacilar 
agitado. 

Una vez que Soledad se le puso cerca, de ma- 
nera que a él le pareció que le llegaba el calor de 
su rostro, removiósele el labio con una expresión 
sensual, y dijo al fin muy bajito: 

— El chumbo es masiao caliente . . . Pone como 
juego la boca. 

Soledad hizo un mohín agitando sus gruesas 
trenzas, y se rió sin mirarlo. 

Después pasó rozándolo como una ráfaga; se 
inclinó hacia el suelo y se puso a atar un zapato cuya 
tirilla de cuero había aflojado. 

Traía en la boca una florecilla azul cuyo tron- 
quito oprimía entre los dientes. 

Pablo Luna la observó de costado, inmóvil, y 
murmuró como hablando solo: 

— Quien juera flor! . . . 

En ese mismo instante se oyó la voz del hacen- 
dado, que gritaba desde un ventanillo: 

— Ya anda por ahí ese vago ... A repuntiar a 
$u guarida, rotoso! 

El «gaucho-trova» enderezó callado a su caba- 
llo, montó y se fué al tranco, caída la barba en el 
pecho y los pies fuera de los estribos. 

Soledad se puso a mirarlo con aire triste. 



[40) 



SOLEDAD 



IX 

Pocos días después hubo faena dura en el campo. 
Empezaba la esquila. 

Con este motivo habían acudido peones de jor- 
nal de todas partes, hasta completar el número de 
treinta. Casi todos eran hombres muy diestros en el 
oficio, y que sólo para ese trabajo pesado se reserva- 
ban, errando de aquí para allí, de zoca en colodra, 
o de galpón en «tapera» en términos de la tierra, 
mientras no llegaban los días ardientes en que el 
vellón está parejo y la tijera entra en uso. 

Mucha actividad, calor excesivo, atmósfera densa 
se notaba bajo una grande enramada. Cuerpos incli- 
nados, brazos en continuo movimiento, ovejas derri- 
badas, montones de capullos, ruido de latas, algunas 
voces broncas y jadeantes, balidos lastimeros tras de 
uno que otro pellizco brutal de la tijera, muchas 
greñas y barbas erizadas, un poco de risa sonora, 
sudor a chorros, arrastres de ovinos por la pata en 
balumba sin piedad, brincos de especial gimnasia 
por los que ya habían pagado el tributo y se iban 
reblanquecidos con algún surco rojizo en forma de 
talabarte meneando el rabo y lanzando una protesta 
quejumbrosa, majada que llenaba el aire de monó- 
tonos ecos revolviéndose en el corral entre un polvo 
canela fino y sutil, enfardes a prisa, rezongos del 
capataz, «mangangá» zumbador de aquella colmena 
que andaba del rincón al centro y del centro al rin- 
cón amenazando siempre con la lanceta de su labia 
tartajosa, mastines que dormían la siesta a los cos- 
tados de la enramada roncando sin recelo: véase ahí 
el cuadro. 

(41} 



« 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



El ambiente olía a pura oveja. El ruido de las 
tijeras y el lamentarse de las crías, hacían una música 
descompasada y chillona. Como efluvios de fiebre 
maligna, se inhalaban hacia afuera a bocanadas, las 
múltiples espiraciones de homBres y de bestias. 

Bajo la luz solar que hacía reverberos a lo lejos, 
sobre las altas yerbas inmóviles, uno que otro tordo, 
con el pico entreabierto, cruzaba el aire en busca 
del boscaje en que guarecerse, con las alas húmedas 
y tendidas. 

Entre los esquiladores estaba Pablo Luna muy 
contraído y afanoso. 

Había venido muy temprano, y pedido al capa- 
taz una tijera, diciéndole: 

— Aunque de a de balde que juese quiero tra- 
bajar. No me desaire. . . 

— Gueno — habíale contestado aquél — ; pero 
tené guarda al patrón si da por aquí la guelta aurita 
no más. Hoy estaba fulo y cuasi me chorrea. 

Hemos dicho que don Brígido Montiel era muy 
bajo de estatura y algo redondo de carnes. Acaso por 
eso y por su humor acre y agresivo, el capataz lo 
ponía al nivel del zorrino. 

El «gaucho-trova» desde que entró en la enra- 
mada se puso a su trabajo sin hablar con nadie, ní 
levantar la cabeza sino en raras ocasiones cuando así 
lo exigía la faena. 

Nunca reclamaba la paga. Los demás lo obser- 
vaban en silencio, con extrañeza, y solían cambiar 
algunas frases a media voz. Pablo Luna, a pesar de 
todo, continuaba como absorbido por completo en 
su ocupación, caído el sombrero sobre las cejas, des- 
plegando una actividad nerviosa que llenaba de asom- 
bro al capataz. Él solo esquilaba por dos. 

{42] 



SOLEDAD 



Así pasaron horas. 

Declinaba el día, cuando don Brígido vino a la 
enramada después de una vuelta por el campo. 

Al apearse, con una mirada de buitre dominó 
el conjunto y hasta los detalles; y echando la manea 
a su pangaré, gritó con gran ronquera: 

— Hay un peón de más ahí! . . . Ése que se 
esconde con el capacho y se amorra de puro gusto. 
No lo preciso, don Sandalio, y despídalo ahora 
misario! 

El capataz quiso balbucear alguna excusa, ras- 
cándose la coronilla con una mano y con la otra 
encajándose un cigarro a medio consumir atrás de la 
oreja. 

Pero el patrón no le dejó hablar, levantando su 
tono agrio y descompuesto entre injurias brutales. 

— Fuera con él . . . no consiento retahilas, 
cañe jo ] De esos «cimarrones» estoy harto y de sus 
mañas escamado. A los zorros dañinos se les larga 
los perros si se ofrece. Que cace nutrias y tucos, y 
a holgar, por su madre! 

Don Brígido Montiel parecía presa de una cólera 
reconcentrada. 

El peonaje un tanto sorprendido, siguió el tra- 
bajo en silencio, lanzando ojeadas oblicuas al patrón 
y a Pablo Luna 

Éste se había erguido adusto, arregládose el cinto 
y el chiripá, y salídose a paso lento sin murmurar. 
Pero esta vez, al alejarse, miró con dureza a quien 
con tanta frecuencia lo hería. Acomodóse el cham- 
bergo a un lado con un movimiento brusco y resolló 
con fuerza, acaso de fatiga, tal vez de amargura. 

Los peones movieron las cabezas y se miraron. 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Uno dijo bajito: 

— El hombre se va agraviao. 

Otro añadió en el mismo tono: 

— No hay loro manso cuando le tocan la cola. 



X 

El resto de esa tarde lo pasó Luna acostado en 
su rancho, hasta ya entrada la noche. 

No pudiendo dormir como era su deseo, aban- 
donó su lecho de caronas, aparejó el caballo y sal- 
tando en él tomó la orilla del monte con rumbo al 
barranco de la Bruja. 

De este sitio a la casa de Montiel había corta 
distancia. 

No se daba cuenta clara de porqué iba en esa 
dirección, y no en otra. Vagamente se dibujaba en 
su espíritu la imagen de Soledad. 

Era una noche de atmósfera serena, tibia, satu- 
rada de aromas silvestres, llena de suaves fulgores 
el espacio y el monte de móviles luces etincelantes 
sobre las bóvedas frondosas. 

La vegetación arbórea orillando los ribazos en 
toda la extensión del arroyo, atravesaba el valle a 
lo largo, descendía en los terrenos deprimidos junto 
a los estribaderos, y perdíase entre dos cerros como 
una enorme columna de ejército que marcha a la 
sordina. 

Allá en el cauce, las aguas del arroyo, al caer 
sobre las piedras de un recodo, producían un rumor 
sordo y semejante al redoble del tambor destem- 
plado. 

U4] 



SOLEDAD 



Uno que otro gorjeo de calandria soñadora, 
algún grito de buho o leves silbos de zorcales, que 
tropezaban semidormidos en las ramas, eran los úni- 
cos ecos que del monte surgían como toques mis- 
teriosos de silencio. 

Sobre el conjunto de tupidas hojas, a modo de 
auri-verdes lentejuelas que relucieran a la tenue cla- 
ridad de los astros, un mundo de lampíridos y piró- 
foros formaba como una atmósfera de chispas en las 
copas de los árboles. 

Pablo Luna llegó al barranco y de allí pasó a 
lo alto de la loma. Dominábanse las poblaciones 
desde ese punto hasta en sus menores detalles. Esta- 
ban muy próximas. Ya había concluido la cena hacía 
rato, pues veíanse vanas personas tomando aire en 
el lado opuesto de las tunas a cabeza descubierta y 
en mangas de camisa. 

Una mujer había traspasado la línea de las 
tunas, y dirigíase a paso lento a la loma. 

Pablo que se encontraba cerca, en medio de la 
zona oscura adonde no llegaba el indeciso resplan- 
dor de los candiles de los ranchos, reconoció en esa 
mujer a Soledad. 

Entonces volvióse al bajo, o sea al trazo de 
terreno que colindaba con el barranco de la Bruja. 
Ese lugar estaba en tinieblas. El fulgor de las estre- 
llas bastaba sin embargo para hacerlo todo visible 
al ojo campesino. 

Luna se apeó y maneó el caballo. 

Soledad llegó a la loma, observó, vio y se 
estuvo quieta. *\ 

Pablo se puso a silbar bajo un estilo con tal 
afinamiento y dulzura, que piaron algunos pajarillos 



[45] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



en el monte desconfiando que ya estuviera encima 
la alborada. 

Soledad caminó algunos momentos por la altu- 
ra, mirando hacia los ranchos. Luego quedóse otra 
vez inmóvil dando la espalda al vallecito. 

El «gaucho-trova» continuó en sus silbos de 
pájaro selvático cada vez más concertados y armo- 
niosos, con remedo de cuerdas de guitarra y de sen- 
tidas querellas. 

Después cesó de silbar, y dijo de modo que ella 
lo oyera: 

— Una nadita de favor para el que se va del 
pago. Haiga cien años de suerte para todos, que 
nunca he de volver! 

Soledad bajó la cuesta. Pareció herida por aquel 
lamento y aquel adiós. 

Y ya a un paso de Pablo, exclamó llena de 
soberbia. 

— ¿Para eso te allegaste? Aunque querés, aura 
no te has de ir. 

Luego cambiando de tono, agregó: 

— ¿Qué andas buscando ? Nunca me miraste. 

— Esto mesmo. Si no miré denantes jué por 
miedo de ser cargoso. Pero ya no puedo . . . Tengo 
que mirar o que rumbear a otro pago. 

— No has de rumbear matrero! 

— Gueno. Entonces me quedo hasta que me 
manden. 

— Asina es. ¿Te se ha figurao que podes man- 
darte? 

Pablo Luna abrió muy grandes los ojos. 

Soledad se sentó en los pastos, arrancó un pu- 
ñado de ellos, y se lo arrojó al «gaucho- trova» con 
ademán de enojo. 



C46} 



SOLEPAD 



Ante aquella extraña demostración, aumentóse 
su alegría y sintió que le subía a la cabeza como un 
vaho caliente. 

Soledad se tendió a lo largo, dióse vuelta, rióse 
fuerte y le tiró al rostro otro puñado de gramilla. 

— Parejito que a bagual! — retozó Pablo con 
risa ahogada, temblándole todo el cuerpo. 

— Sentate aquí — dijo ella dando con la mano 
en el suelo. 

El «gaucho-trova» dejóse caer como una bola 
al lado de Soledad, quedándose en la posición de la 
caída todavía riendo nervioso, el sombrero en la nuca 
y el rulo sobre los ojos encrespado y trémulo* 

Los dos se estuvieron mirando un largo instante. 

De lejos venía la bronca voz de Montiel que 
hablaba con el capataz sobre las faenas del día. 

Ningún otro ruido perturbaba el silencio, salvo 
el relincho aislado de los potros en el valle. 

Soledad que había estado con el oído atento, 
alzó de pronto la mano y apartó del semblante de 
Pablo el bucle, murmurando: 

— Ojizaino! 

Y él, sin prestar atención, como ensimismado, 
dijo siempre tembloroso: 

— Hoy vide pájaros negros en el lomo de un 
mancarrón agusanao . . . 

— ¿Y qué le hace ? . . , 

— La bruja que aquí mataron los perros, asigu- 
raba que era mal agüero aunque se le ajustase al 
animal una guasca al pescuezo. 

Al citar a la bruja, Pablo usó de un tono 
extraño. 

Soledad se incorporó súbitamente, y abriendo 
bien sus dos manos cogió a Pablo del cuello y lo 



C47] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



volteó de costado, así como hacen los cachorros en 
sus juguetes y revolcones» 

— Güeno, — dijo Luna — con una lonja asina, 
que me desueyen por la virgen bendita! 

Y excitándose, añadió: 

— Vámonos enancaos. 

— No — repuso Soledad estremeciéndose — . Para 
juir hay tiempo. 

— Para mí el mameluco te ha echao el «daño». 

— Por qué? — preguntó ella, riendo otra vez 
entre gozosa y asustada — . Sólo en el mate que 
juera . . . 

Pablo se excitó más de improviso. 

Alargó el bra¿o, la tomó de un hombro y la 
arrojó con fuerza de costado sobre los pastos. 

Soledad no opuso resistencia, quedándose boca 
arriba mansa, dócil, insinuante a pesar de aquel 
manotón grosero. 

Una de las trenzas se le había cruzado por el 
lindo rostro como una banda negra. 

Luna la separó de allí con los labios y besó a 
la joven en la boca cinco y seis veces. 

Después la ciñó con sus brazos de la cintura, 
resollante, la trajo hacia sí impetuoso y la tuvo estre- 
chada largos momentos hasta hacerla quejarse. 

La dejo entonces. 

Pero como ella no se levantara y le encariñase 
la barba con la palma de la mano, Pablo volvió a 
estrecharla con un ahinco extremo oprimiéndole en- 
tre los dientes uno de sus hombros carnudos y 
redondos. 

— Me lastimás, bruto — dijo Soledad en voz 
bajita. 

Él dejó de morder, y rióse como una criatura. 



C48} 



SOLEDAD 



La joven se levantó, se arregló las trenzas y 
fuése sin saludarlo. 

Pero se iba despacio como sin ánimo de hacerlo, 
vacilante y suspirando. 

Paróse en la loma. En ese momento oyóse 
encima la bronca voz de don Brígido que decía: 

— Tú paseando al raso, y don Manduca a la 
espera. Acaba de apearse, muchacha, y lo primero 
ha sido preguntar por la consentida. Date priesa 
marrullera! 

— No ha que dármela — contestó Soledad con 
desgane — . Que aguante! 

— ¡Hem, que aguante! . . . buena laya de 
desairar. 

— ¡No desairo, . . y que me importa! 

— Desmandada andas, Sólita. Canejo, con la 
pava de monte! 

Y esto diciendo, Montiel se vino hasta el sitio en 
que se encontraba su hija, quien a su vez andando 
procuró ponérsele delante a fin de que no viese al 
«gaucho-trova». 

A pesar de sus esfuerzos por encubrirlo y arras- 
trar a don Brígido lejos de allí, éste percibió a Pablo, 
e incontinenti arrojó un terno sangriento, 

Al terno se siguieron dos saltos veloces sin pro- 
nunciar más palabra, cual si una cólera irresistible 
hubiese trabado la lengua del ganadero. 

Luna, que se había estado quieto, y casi en cu- 
clillas atento a las voces, no tuvo tiempo de incor- 
porarse, recibiendo de improviso un golpe de puño 
en la cabeza que lo dejó aturdido. 

[Rotoso! — rugió recién don Brígido casi sofo- 
cado por la ira — . ¡Válgate la suerte que no traigo el 



[49] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



cuchillo, mal parido, que sin asco te abría las 
entrañas. 

Y cuando iba a repetir el golpe, una mano 
nerviosa se posó en su brazo, y la voz de su hija 
gritó aguda y fuerte a su oído: 

— ¡No le pegue, tata! 



XI 

Al recibir el golpe, Luna sintió subírsele la 
sangre como un aluvión a la cabeza; y salido de su 
aturdimiento, tentado estuvo de desnudar la daga. 

Lo desarmó, sin embargo, el hecho de ver ale- 
jarse a Montiel, a quien su hija había cogido del 
brazo y arrastraba hacia las casas, en medio de una 
brega de interjecciones, amenazas y crudos reproches, 

Pablo se echó de brazos sobre el cuello de su 
caballo, ahogándose en sollozos. Apenas podía tener- 
se de pie. El manso alazán se movía de atrás para 
adelante, tascando el freno, y luego de costado des- 
cribiendo semicírculos, como si ofreciese el lomo a 
su amo que parecía estrecharlo en medio de su 
congoja, como a su único amigo. 

Al fin montó y fuése por la orilla del monte. 

Junto al barranco de la Bruja se paró de golpe 
y extendió hacia él las dos manos con ademán 
tétrico y extraño. 

Sin balbucear palabra, siguió su camino casi 
errante entre las sombras, a solas con sus instintos 
en el matorral abrupto, sin luz clara en el cerebro, 
amargada por el hondo agravio su pasajera alegría, 
absorto en su dolor. 



[50} 



SOLEDAD 



Era el camino seguido el mismo que en otro 
tiempo emprendió con el cadáver de la bruja a 
cuestas; de aquella bruja que él parecía tener motivos 
para amar hasta más allá de la tumba. 

Anduvo largo trecho. Entró al potril oscuro. 

Se apeó de pronto, arregló el recado con mano 
convulsiva, y rompió a llorar. Después alzó crispado 
el puño, conjuró a grandes voces la sombra de la 
bruja, y tirándose al suelo boca abajo se mantuvo en 
esa posición un gran rato, cual si buscase esconder 
su semblante debajo de tierra. 

Entre sus gemidos lúgubres pronunciaba la pa- 
labra mama, con una especie de unción casi religiosa. 
El cadáver apretado entre leños parecía constituir 
su embeleso, pues atraía con frecuencia sus miradas. 

Desvariaba con el «daño»; con los pájaros ne- 
gros que había visto en el lomo de un animal enfer- 
mo; con el ñacurutú que servía de imaginaria al 
féretro colgante. 

En ese estado, sus miembros 6e estremecían, 
hundía el rostro en el suelo, hacían trémulos sus 
espuelas. 

Concillado el sueño, a las dos horas se despertó 
sobresaltado con los ojos extraviados y la cabellera 
revuelta. Miraba a todos lados con cierto azoramiento. 
Dió algunos pasos temblando, con las manos exten- 
didas. Sin duda en sueños, por su imaginación ofus- 
cada cruzó un fantasma sangriento enseñando anchas 
heridas a través de sus harapos; fantasma que huía 
perseguido por una banda de perros famélicos, velo- 
ces monstruos de erizados pelos y agudos colmillos. 

Pasándose una mano por los ojos sacó a medias 
la daga de la vaina, observó a una y otra parte con 



151] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



aire de sonámbulo y volviendo al fin a su ser, que- 
dóse taciturno. 

El cuerpo de la bruja reposaba entre los árbo- 
les circuido de hojarascas y enredaderas: junto a él 
inmóvil, el buho mantenía fijos sus ojos como dos 
grandes tucos en el gaucho desalado. 

Volvióse a arrojar al suelo, y quedóse de nuevo 
quieto largos instantes» 

El alazán daba vueltas sujeto por el cabestro 
del brazo de su amo, y de vez en cuando bajaba y 
sacudía la cabeza resoplando. 

Estos resoplidos concluyeron por hacerle levan- 
tar la suya dolorida, y tornó a ver al lado del ataúd 
colgante, al ñacurutú que lo miraba silencioso. En su 
extravío imaginóse que los redondos ojos del buho 
no reflejaban ya una luz amarilla, sino un destello 
rojo que venía a herirlo en las pupilas como un 
dardo de fuego. 

Se incorporó hablando incoherencias, un idio- 
ma incomprensible, cual si conversara con la som- 
bra de la bruja. Seguía llamando a ésta su madre, en 
medio de la jerga en que estallaban sus instintos. 

Por último, dirigió el brazo tendido hacia la 
isleta en que dormía Rudecinda su sueño eterno, y lo 
agitó en señal de adiós. El buho, a su vez, batió sus 
alas sin ruido, como si fueran de felpa. Pablo saludó 
también a ese centinela de morrión de plumas, que 
defendía de los insectos a la pobre muerta. 

Se arrojó a los lomos a plomo y recomenzó a 
andar. Pero no se dirigió a su rancho 

Vagabundo por el valle, por los ribazos por los 
estribaderos, escudriñando sendas, sondando el vado 
del arroyo, volviéndose por el mismo camino reco- 
rrido, desmontándose aquí y corriéndose como un 



{52] 



SOLEDAD 



duende por acullá, fugaz, misterioso, transcurrieron 
para él las horas como segundos, y sorprendióle la 
alborada en un escondrijo del monte con el gesto 
sombrío y la mirada torva. 

Dolíale la cabeza y le aturdía un zumbido sordo, 

— Se me hace camoatí — se dijo, como desva- 
riando y dándose con el puño en la sien. 

Recién con el sol alto concilló el sueño. 

Durmió poco, tirado en los pastos. Dejóse estar 
sin embargo hasta la hoia de la siesta; esa hora en 
que los rayos solares caen rectos, la atmósfera ahoga, 
semejan pequeñas lagunas las maciegas en lo hondo 
de los valles; el chajá entreabre las alas entre los 
vahos del cieno, hace su música de mil élitros todo 
un mundo invisible y reina soberana la cigarra atur- 
didora con el coro de flautas de los arbustos. 

Fué la que eligió Pablo para moverse. Tenía la 
seguridad de no ser visto, porque todos debían dor- 
mir a la sombra de los árboles o de las enramadas 
a esa hora de pereza y de modorra. 

Salió paso tras paso del monte. Penetró en el 
valle lleno de ganados. Se detuvo a cierta distancia 
y paseó una mirada al parecer vaga, sin objeto por 
el campo. 

Por algunos momentos se fijó en ciertos sitios 
y matorrales muy espesos. 

La tierra era muy rica y fecunda en aquel valle. 
Las lluvias de la pasada estación habían sido abun- 
dantes y regulares a períodos; el agua había pene- 
trado bien en el suelo, de una capa superior negra 
y fértil, en partes ligeramente ondulada- t^eti des- 
agües del arroyo. En otras de corta extensión, pre- 
sentaba pequeños bañados cubiertos de juncos, du- 
raznillos blancos y maciegas secas muy nutridas. 



[53} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



La gramilla, el trébol, la cola de zorro, habían 
crecido desmesuradamente elevándose en enormes 
haces sobre el nivel. Eran millones de aristas verdi- 
amarillas de profusa variedad que remataban en pun- 
tas, penachos y borlones con las flores azules de los 
cardos, los ramilletes mustios de la cicuta y los os- 
curos racimillos de los saúcos. 

En el centro del valle llegaban a cubrir hasta 
el vientre al ganado mayor. 

La zona reservada al ovino se hallaba al lado 
opuesto de las poblaciones. 

Algunos «ñandúes» se movían entre el profuso 
pastizal de que hablamos; pero de ellos sólo se veía 
con la cabeza parte del largo pescuezo. 

Pablo Luna observaba el paisaje, cual si por 
primera vez le llamase la atención. Luego encaminó 
su caballo al rancho. 

En su rostro había una expresión siniestra. Pa- 
recía absorbido por una idea tenaz o dominado por 
la fuerza de terribles instintos. 

En el mirar torvo y en una mueca amarga que 
contraía su boca, fácil era adivinar lo que pasaba eq. 
el interior de su cerebro. La exasperación de sus 
nervios le hacía rechinar los dientes aun dormido; 
pero ese rechinamiento, en el instante a que nos 
referimos era mayor que de costumbre 

Paróse al frente de su miserable vivienda y desde 
allí miró nuevamente el valle, la casa distante, los 
corrales, la «manguera», el mar de hierbas, el mai- 
zal del fondo, todo lo que se destacaba a su vista 
bajo los rayos de un sol esplendoroso Y después 
de mucho mirar, movió de uno a otro lado la cabeza 
lanzando un eco ronco. 



C54] 



SOLEDAD 



Tiróse del caballo de un salto, lo desensilló y 
fué a sentarse a la sombra en un cráneo de vaca. 
En seguida se puso a picar tabaco con el cuchillo. 

En esta operación se estuvo largo rato, dete- 
niéndose a veces para descansar el brazo sobre la 
rótula y permanecer con la vista en el suelo en 
hondo abismamiento. 

Caíale en la mejilla sudorosa el rulo negro y 
brillante que le envelaba el párpado de semipliegue 
y de vez en cuando lo sacudía arrojándolo hacia 
atrás con un movimiento enérgico. 

Y volviendo al fin la hoscosa mirada al valle, 
exclamó: 

— ¡Osamenta, gusano y pasto seco! 



XII 

De pronto, sintiéndose con apetito, púsose de 
pie y con una actividad que pocas veces había des- 
envuelto para atender a sus propias necesidades, 
amontonó gruesos troncos secos con los que hizo 
frente al rancho un gran fogón. 

En esta diligencia empleó algún tiempo, pues 
primero tuvo que comunicar el fuego a un puñado 
de aristas por medio de los «avíos» o sean el eslabón 
y la yesca. 

Trajo luego del interior un trozo de carne de 
una oveja que había degollado el día antes cerca del 
monte; lo echó sobre los troncos ardiendo, dióle va- 
rias vueltas hasta que chorreó la grasa, revolcólo en 
la ceniza, y considerándolo ya listo a media cocción 



[55} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



empezó a comerlo a regulares bocados que cortaba 
con la daga a una línea de los labios. 

Satisfecho su estómago, púsose a otra tarea. 

Extrajo de una bolsa vieja y agujereada que 
había en un rincón del rancho algunos pedazos de 
grasa y sebo, que dividió y adelgazó con la daga. 
En seguida hizo añicos la lona de la bolsa de manera 
que sus hilachas y desechos formasen como una esto- 
pa; y con estos desperdicios envolvió aquellas mate- 
rias, confeccionando cuatro líos pequeños, inflama- 
bles ai menor roce del yesquero. 

Los ató con un pañuelo cuidadosamente para 
que no se deshicieran. 

Después hizo una mueca siniestra, levantando 
el puño con sorda cólera. 

Salió, respiró a sus anchas, escudriñó el valle, y 
a poco volvió a caer en una cavilación profunda. 

Algo le preocupaba tenazmente. Llegó a bal- 
bucear el nombre de Soledad. 

Transcurrida media hora, durante cuyo lapso de 
tiempo ora se estuvo sentado con las dos manos en 
el rostro, ora se paseó inquieto, recostando por ins- 
tantes la cabeza en las paredes del rancho, pareció 
entrar en cierto sosiego, como quien ha concebido 
un plan práctico y encontrado los medios necesarios 
para realizarlo en todos sus detalles por arduos que 
fuesen. 

Y así debió ocurrir en los recónditos de su ce- 
rebro, antes atormentado; porque cogiendo su guita- 
rra empezó con maestría a rasguearla y luego a 
canturrear con una voz dulce de calandria enferma. 

No duró mucho su concierto a solas. Puso de 
súbito la guitarra junto al lío del pañuelo, y se ten- 
dió boca abajo en la sombra del alero. 

[56] 



SOLEDAD 



A poco dormía. 

Se despertó tarde, cuando el sol había bajado 
el horizonte formado por las cumbres de la sierra, y 
sólo un resplandor indeciso dejaba entrever a medias 
los bultos en el valle. 

Soplaba un nordeste casi tibio de ráfagas des- 
iguales que, sin ser violentas, doblaban los penachos 
y ponían en columpio los juncales de la ribera. 

Pablo Luna aderezó su alazán tranquilamente, 
colocando pieza por pieza del recado en sus lomos 
con la mayor prolijidad; apretóle bien la cincha, arre- 
gló con cariño el lazo a grupas, ató el «vichará» a 
los tientos y al fiador un pedazo de churrasco y una 
calderilla. 

Acomodóse las boleadoras en la cintura, abajo 
del tirador; el pañuelo encima de éste, con sus cua- 
tro líos juntos en forma de canana por delante; la 
daga a un costado con la empuñadura saliente; la 
guitarra a traseras del lomillo. Palmeó suave el 
alazán. 

Después de este trabajo descansó. 

Cerraba la noche. Algunos nubarrones en forma 
de montañas proyectaban su sombra en el valle 
modelando grandes placas negras sobre el mismo 
fondo oscuro, por lo que no hubiera sido fácil al ojo 
más avisor percibir allí ningún objeto. 

Pasadas las diez, el «gaucho-trova» montó en 
su alazán y descendió al valle, encaminándose por 
el lado del monte. Era la hora en que los zorros gri- 
tan y canta la corneja. Aparte de esos ruidos, el reposo 
era profundo. 

Pablo no apuró su cabalgadura. Mantuvo la 
marcha al trote, largo rato, sin tropiezo, confiado en 
el mutismo de los campos y en la obra del misterio. 

[57] 



i 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Deslizábase al reparo de la cortina del monte como 
un duende. 

Detúvose por fin en el barranco de la Bruja, 
allí donde era más ancho y crecían más compactas 
las malezas. Rumor alguno perturbaba la calma de 
aquellos lugares desiertos. 

El «gaucho-trova» se apeó, y echando mano al 
pañuelo extrajo una de las mechas que en él iban 
atadas. 

Bajó al barranco, introdújose en lo intrincado 
de la espesura a favor de los brazos y de la cabeza, 
dio fuego al yesquero cuyas chispas se trasmitieron 
a la estopa, sopló algunos momentos y sobrevino la 
llama. Colocó entonces la mecha bien debajo, y se 
volvió al sitio en que estaba su caballo. 

A los pocos minutos la maleza despidió humo 
espeso, y luego empezaron a asomar lenguas rojas 
por los huecos de la maraña. 

Pablo Luna montó y encajó rodajas con energía 
derecho al valle. Su caballo se lanzó al gtan galope. 

Fué casi una carrera, cuyo ruido amortiguó el 
espesor de las hierbas. 

A una milla del barranco, la diestra mano del 
jinete paró al alazán de golpe. 

El sitio de esta nueva etapa hubiese ocultado 
aun a medio día a un matrero, por lo elevado y 
nutrido de su vegetación herbórea. 

Pablo hizo en este paraje lo mismo que acababa 
de efectuar *en el barranco. Otra mecha ardió; simul- 
táneamente se prendieron fuego los pastos con una 
celeridad vertiginosa, y el jinete tornó a emprender 
su carrera, esta vez con mayor ímpetu hacia el centro 
del extenso llano. 



[58] 



SOLEDAD 



Aquí, el voraz elemento tenía de sobra para 
alimentarse. A más del pastizal enorme había acá 
y acullá maciegas de paja brava, multitud de arbus- 
tos, en su mayor parte secos. 

Luna arrimó la chispa al combustible; y, cer- 
ciorado de que todo aquello sería pronto ceniza ne- 
gra, arrancó rumbo a los estribaderos de la sierra, 
a cuyo pie se extendía la zona sembrada de maíz 

En medio de la oscuridad, cual si ella no exis- 
tiera para sus ojos de buho, enderezó al sitio, espan- 
tando al ganado que bufaba a sus flancos; y un rato 
después, una luz viva se alzaba entre las gramíneas. 

Cuando volvió riendas, espoleando a su caballo 
bañado en espumas, una claridad intensa inundaba 
el campo, y los animales en grandes agrupaciones 
empezaban a agitarse de uno a otro lugar, entre lige- 
ros mugidos y relinchos, preludios del colosal con- 
certante que en breve debía suceder ai estallido del 
incendio. 

El «gaucho-trova» castigó a dos lados, lanzán- 
dose a toda rienda a la parte opuesta de los cerros, 
en cuyas faldas estaba su guarida. 

Entre el monte y el valle había una zona des- 
pejada que servía de camino; el escogido siempre 
por Luna en sus excursiones, y el único que aparte 
del sendero del barranco, podía favorecer contra las 
llamas la fuga de los moradores de la estancia. 

El rancho de Pablo distaba poco de este camino. 
No había más que trasponer los estribaderos y salvar 
algunos matorrales y encrucijadas, para colocarse en 
su promedio y dominar la salida. 

Parece que éste era el intento del «gaucho- 
trova», porque azotaba sin descanso para ganar lar- 
gas al tiempo. 



£59] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



El alazán alcanzó pronto los estribos de los 
cerros, devorando el espacio; deslizóse por el camino 
que orillaba el monte y puso termino al frenético 
galope en su misma querencia, casi a la puerta del 
rancho. 

Imponente era el espectáculo que se dominaba 
por completo desde esa altura. 

El mismo Pablo sintió un gran temblor en todos 
sus miembros, que él llegó a vencer con un acceso 
de rabia. 



XIII 

Los altos pastos y pajas bravas ardían en una 
vasta extensión, irradiando vivísima lumbre en las 
alturas y a lo largo de las laderas. 

Sobre el haz de la zona opresa por paralelas 
de cerros pedregosos, alzábanse viboreando enormes 
lenguas de fuego; y allí donde más nutridas eran las 
totoras, formábanse deslumbrantes corolas entre sor- 
das crepitaciones y millaradas de chispas. 

Por pavorosas estelas de brasas pasaba el ganado 
huyendo. Parecía presa del vértigo. La pezuña del 
enjambre removía y hacía trizas las ascuas, despi- 
diéndolas hacia atrás, entre torbellinos de cenizas 
ardientes. Muchos toros, con las guedejas y borlones 
chamuscados, ganando la delantera en medio de ron- 
cos bramidos, se apretaban en ios fatídicos senderos; 
uníanse los ludimientos de sus guampas al fragor de 
los troncos que estallaban bajo la presión de la hir- 
viente savia. 

Al empuje formidable de la piara despavorida, 
rodaba estrujado entre las llamas de los flancos el 

£60} 



SOLEDAD 



ganado menor que no había atinado a guarecerse con 
tiempo en los ribazos dei arroyo; y al olor de la lana 
achicharrada se mezclaba el de la cerda y el de cien 
malezas consumidas por tenaz voracidad, acumulando 
en la atmósfera gigantescas volutas de humo negro, 
sembrado de fugaces luminarias. 

Las faldas de la sierra, en otras horas sombrías, 
aparecían en ese momento como vestidas de tercio- 
pelo color sangre, a su vez recamado de cenicientos 
visos que los gases simulaban al flotar en densos 
nubarrones sobre los abismos y estribaderos. Los 
peñascos de las bases y de las cumbres, heridos por 
el vivido reflejo del incendio, resaltaban en la costra 
como deformes verrugas de un tinte roji-amarillento. 

En medio de aquella atmósfera irrespirable, 
llena de vapores, ruidos y estrellas errantes, los bra- 
midos y relinchos por muy atronadores que fueran, 
no alcanzaban a cubrir los gritos enérgicos de los 
hombres, que se alzaban como notas sobreagudas en 
la heroica lucha con el incendio. 

El maizal nutrido, a manera de centro de una 
línea de batalla en orden cerrado, chisporroteaba 
ensordecedor, al abrirse en rosetas los granos de sus 
espigas. 

En el recodo del valle una manada de yeguas 
ariscas, formando herradura, con las ancas puestas 
hacia el sitio en que dominaba el fuego, distribuía 
un diluvio de coces a las llamas que iban aproximán- 
dose con una celeridad terrible. 

Aquellos animales, revueltas las crines, el ojo 
aterrado, las narices como hornallas, las pieles trasu- 
dantes entre borbollones de espumas, se habían dete- 
nido junto a unas rocas acantiladas, de cuyos resque- 



[61} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



brajos surgían hacia afuera, a modo de arpones, 
multitud de arbustos espinosos de ramas cortas y 
duras. 

Combustible de fácil presa, este enmarañado 
boscaje había ya recibido en su seno algunas aristas 
ardiendo, disparadas desde lejos con la violencia de 
proyectiles. 

La maraña empezaba a crepitar, y una que otra 
culebra de fuego tras una bocanada de humaza, esca- 
pábase de la espesura oscilante y fatídica. 

Hurones y lagartos corrían veloces por todas 
partes, buscando dónde sepultarse de cabeza, metién- 
dose y saliéndose de sus cuevas con una rapidez 
pasmosa. Raudas bandas de murciélagos cruzaban 
entre chirridos la humareda. En las bocas lóbregas 
de ciertas grutas, removíase todo un enjambre de alas 
de otros tantos quirópteros, que se azotaban con ellas 
en la prisa de la fuga, cayendo a montones en el 
tropel a pocas líneas de las brasas. 

Al sitio donde las yeguas estaban, no distante 
del «rancho» de Pablo Luna, vió éste llegar de im- 
proviso dos hombres de los del servicio de pastoreo; 
quienes, bastante osados para arrostrar el peligro, 
echaron el «lazo» a uno de los yeguares y dieron 
con él en tierra. 

Matáronlo en el acto; lo abrieron a sendas 
cuchilladas del pecho al vientre de modo que que- 
dasen a medio salir las entrañas; liaron con los extre- 
mos de sus «lazos» de trenza un remo delantero y 
otro trasero de la yegua destripada; y espoleando sus 
caballos comenzaron a arrastrar aquel montón de 
carnes y de huesos por encima de los pastos en- 
cendidos. 



[62) 



SOLEDAD 



Corrían bien separados uno de otro por terrenos 
que el fuego no dominaba todavía, en tanto los 
despojos sangrientos que formaban como el vértice 
del ángulo, rodaban sobre el fuego apagándolo a 
trechos, y a trechos difundiéndolo hacia otros lados 
sin atenuar su violencia. 

En pos de ese tren lúgubre, quedaban algunas 
ranuras o isletas negras circunvaladas de llamas. 

Ante esos desesperados afanes, que él observaba 
impasible, el «gaucho-trova» murmuró; 

— Es al cohete. Al viento no se asujeta como a 
la yegua por los garrones! 

En realidad el nordeste soplaba con fuerza em- 
pujando las llamas hacia la «enramada» y la huerta, 
que estaban a corto espacio de las casas, 

Pablo Luna había escogido bien la oportunidad 
para dar cima a su obra destructora. 

El desastre completo parecía inevitable en un 
campo de altos pastizales y cardos ya sin verdor, de 
chilcas, juncos y espadañas. Todo ardía como yesca. 

Vió Pablo en aquel recodo del valle, verdadero 
desvío infernal donde Jas yeguas ariscas habían hecho 
semicírculo pateando las llamas en vez de huir, cómo 
se incendiaba la maraña veloz e ibase formando alre- 
dedor de las rocas un festón de fuego tan vivo y 
poderoso, que los yeguares más azorados se revol- 
vieron al fin, enviándole redobladas coces, en tanto 
el voraz elemento avanzando por el frente, convertía 
en pavesas sus crines y copetes. 

Luego las llamas de uno y otro extremo lle- 
garon a confundirse: cuerpos negros se debatieron 
desesperados en el centro entre lúgubres relinchos 
tropezando, cayendo, levantándose para volver a 
derrumbarse en espantoso tumulto Una tromba de 



[63] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



humo negro cuajado de chispas se elevaba a grande 
altura bajo la gira frenética y loca; trilla de brasas 
que volaban en infinitos átomos a todos rumbos bajo 
los cascos furiosos, y se incrustaban en los cuellos y 
lomos como verdaderos tábanos de fuego. 

Instantes después, la columna de vapores fué 
más densa y opaca, y un olor de carne achicharrada 
se difundió con fuerza en la atmósfera. Había con- 
cluido en el lugar fatídico la lucha heroica del ins- 
tinto contra la muerte. 

Con la cabeza hundida entre las manos, lívido, 
desgreñado, el «gaucho-trova» no aparcaba del cua- 
dro sus ojos inyectados de sangre. 

Sólo cuando el fuego impelido por el nordeste 
estuvo cercano a las casas, saltó a su alazán y alzando 
el rebenque dió un grito de fiera, saliendo a media 
rienda por la orilla del monte rumbo al barranco 
de la Bruja. 

XIV 

Hemos dicho que don Manduca Pintos había 
llegado a la estancia la noche anterior, y que, con 
este motivo, Montiel había ido en busca de su hija 
produciéndose la escena violenta del vallecito y de 
la loma. 

Siempre que el g madero riograndense venía a 
la estancia, pasaba dos o tres días en compañía de 
su amigo, no sólo por ra2Ón de los negocios de campo 
en que eran copartícipes desde varios años atrás, sino 
también por el interés de estrechar más sus vínculos 
de afecto con Soledad que estábale reservada para 
compañera por la voluntad paterna. 

C64} 



SOLEDAD 



Don Manduca no era hombre hábil para agrá* 
dar con la palabra y los modos; pero en cambio, 
manifestaba cierta sinceridad de intenciones que lo 
hacía tolerable y casi admisible en el sentir de la 
criolla. Algunos regalos de dudoso gusto complemen- 
taban su relativa obsecuencia. Bajo otro aspecto, solía 
avanzarse en sus demostraciones amorosas a título 
de posesión interina; por lo que Soledad lo tenía a 
distancia, sin dar tampoco mayor importancia a sus 
licencias, sin duda porque no se había penetrado de 
lo que significaba todo aquello de juntarse a un 
hombre de por vida. 

Pintos dormía en el mismo departamento que 
don Brígido; de modo que a dúo sus ronquidos for- 
zaban obstáculos y trascendían al de Soledad, por 
otra parte muy habituada a aquella música gruñona. 

En la noche de que hablamos, el concierto 
estaba en auge desde las nueve y media. Soledad, 
embargada todavía por las impresiones del suceso 
de la loma en la noche anterior, era tal vez la única 
que no dormía. 

El hecho la había herido, ahondado un poco su 
acrimonia, y aun producido un surco en su corazón 
entero. Sentía algo extraño que no era vergüenza, 
ni lástima, ni pasión, sino las tres cosas reunidas. 

Su padre había pegado a Pablo en su presen- 
cia; hasta le había dicho ladrón. . . Estaba ella con- 
fusa y colérica al solo acordarse de esa bárbara 
escena. Después la maltrató a ella misma de palabra, 
y la hubiese castigado con el rebenque en las casas, 
si don Manduca no lo sujeta de los brazos, y la 
ampara con su cuerpo. Esto había sido terrible, y 
llegó ella a enconarse, a retraerse con dureza. Con- 

[65} 



4 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



servaba persistente el rencor. Mortificábale de una 
manera aguda el recuerdo y quisiera borrarlo de su 
memoria. 

No podía; y esto aumentaba su simpatía, su 
cariño por Pablo a quien habría deseado ver cerca de 
ella para consolarlo. Llegó a pensar mal de su padre 
y a aborrecer a Pintos. 

Aquel pobre «gaucho-trova» lindo, esbelto, 
extremoso en sus caricias tenía el ardor y el gusto 
de la miel del monte. Después, tan triste como un 
pájaro solitario! 

Sus besos fogosos sonaban aún en su boca; y 
a su dejo perdurable, entreabríansele a Soledad los 
labios muy bermejos en fruición solitaria, y ondu- 
lábale el alto seno cual si oyera cerquita, en la oreja, 
una canción de amor. 

Y aquel modo de manotearla, de rendirla y de 
reír como un muchacho inocente, al punto de no 
haberse ella sentido con fuerzas para estorbarlo! . , . 

Sentía también en el hombro carnudo el fuego 
de su boca y en la cintura la presión de sus dedos 
delgados y nerviosos que la oprimieron como a gui- 
tarra. Y así recordando, volteó de lado la cabeza 
suspirante; y concluyó por dormirse con una expre- 
sión de goce voluptuoso en el rostro. 

Fué cerca de media noche que Soledad despertó 
sobresaltada. 

Por las rendijas del ventanillo le llegaba como 
un trueno sordo entre infinitos clamores. 

¿Qué sería eso? 

Restregóse los ojos, vistióse a la ligera, encajó 
los pies en los zapatos y corrió al ventanillo abrién- 
dolo de un tirón. 



[66} 



SOLEDAD 



Hirióla de súbito la realidad; humo y calor la 
sofocaron. 

Abandonando entonces el sitio precipitóse al 
cuarto del ganadero, y en seguida a la puerta, atre- 
pellándolo todo en las tinieblas. 

No atinó a llamar a su padre ni a Pintos, pero 
reuniendo todas sus fuerzas ahuecó sus dos manos 
en la boca, gritando desolada 

—¡Paulo! ¡Paulo' 

Su voz no tuvo más alcance que el de una de 
tantas chispas que saltaban fugaces al espacio para 
apagarse de súbito a mitad de su trayectoria. Los fra- 
gores aumentaban en todos lados. 

Entonces dió vueltas a los ranchos como loca. 
Por doquiera fuego y humo en grado progresivo, 
ladridos, gritos lejanos, relinchos agudos, fuertes 
detonaciones cual si en el valle, en las lomas, en las 
sierras trabaran hombres y bestias un combate a 
muerte en medio del incendio gigante. 



XV 

Antes que Soledad se despertara y se precipitase 
fuera de los ranchos, su padre, madrugador de buena 
ley, recibió en el primer sueño una sensación extraña 
en el olfato y un rumor inusitado en el oído. Se sentó 
ágil en la cama y prestó atención. El ruido que venia 
de afuera no era la sierra que se desmoronaba, pero 
sí algo no menos formidable. 

Don Brígido Montiel sin despertar a Pintos se 
arrojó de la cama al tremendo rumor, y salió dando 
voces imponentes con un cuchillo en la diestra. 

Ningún peón contestó a su llamado. 



r 67 j 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Antes que esperar sus explosiones los pastores 
prefirieron escaparse los unos, y otros más fieles y 
animosos habían decidido combatir el incendio sin 
esperar órdenes, 

¡ Montiel se encontró al frente de una barrera de 
fuego. Gritó; clamó furibundo. 

Una zona de pastos cortos que rodeaba los corra- 
les, aún no había sido invadida. Allí estaba su caballo 
de trabajo atado a un poste fornido. 

Montiel se dirigió corriendo al sitio 

Barbotaba sangrientos temos y juramentos que 
parecían ronquidos felinos. 

Multitud de animales pequeños salidos de las 
asperezas próximas a la sierra se apiñaban en el 
terreno libre, dispersándose a su paso o cruzándose 
por entre sus piernas con la rapidez del pánico 
apereaes, iguanas y hasta zorros de pelaje plomizo. 

El ganadero repartía golpes de rebenque con 
su izquierda y de cuchillo con la derecha hirviendo 
en cólera y apurándose por llegar a su caballo. 

Éste hacia giros vertiginosos en torno del poste 
sin poder desprenderse del maneador que a él lo 
retenía, ni romper el bozal a cuyo fiador ceñía el 
otro extremo de aquél una fuerte presilla. 

El animal bufaba azogado multiplicando sus 
encabritamientos y corvetas a medida que el manea- 
dor se iba arrollando en el madero y disminuía el 
radio de acción. 

A cinco o seis pasos del caballo, don Brígido 
envainó el cuchillo y se inclinó ágil para coger la 
soga. 

Tenía el brazo arremangado hasta cerca del 
hombro, y su mano casi convulsa empezó a registrar 
los pastos. 



[68} 



SOLEDAD 



Como viese algo negro y tornátil que se movía 
rápidamente ondulando cerca del poste, creyó fuese 
el «maneador», y lo aprehensó por el medio, teniendo 
cuenta de no ser enredado y derribado en el arranque 
por alguna lazada traidora. 

Pero, en el momento mismo, aquello que él 
creía parte del «maneador» escapósele de entre los 
dedos entre vigorosos retorcimientos. 

Era un cuerpo vivo, grueso y escamoso cuyo 
roce lo heló de espanto. 

Sonó un silbido agudo: e inmediatamente sintió 
Montiel que el reptil — pues era un crótalo pode- 
roso — se le enroscó en el brazo donde hincó los 
colmillos. 

Enfurecida por el fuego, la víbora había acu- 
mulado en sus glándulas gran suma de mortal 
ponzoña. 

Montiel dio un grito de rabia y de dolor, y vol- 
viendo con toda su fuerza el brazo izquierdo, des- 
cargó un golpe de rebenque sobre el reptil, que en 
vez de abandonar la presa, escurrióse ligera hacia 
arriba y lo mordió en el cuello de toro. 

Luego lanzó otro silbido, y se hizo una rosca en 
el pescuezo que apretó súbitamente con sus terribles 
anillos. 

Montiel sofocado abrió los brazos, y se desplomó 
en los pastos. 

Su rostro amoratado apareció espantoso a la luz 
del incendio; por el brazo y cuello corríanle hilos de 
sangre negra. Los ojos fuera de órbitas tenían una 
expresión de fiera estrangulada. 

El caballo, que había destrozado el «maneador» 
en una suprema sacudida, dio un brinco y pasó por 
encima de su amo tirando coces. 

[69} 



5 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



XVI 

Aunque de sueño pesado, don Manduca Pintos 
sintió los gritos de MontieL El calor en grado ex- 
tremo lo había bañado en sudor, y la humaza espesa 
penetrando por las rendijas de puerta y ventanillo 
hacía imposible la permanencia dentro del rancho. 

El riograndense se revolvió sorprendido; llamó 
a su compañero inútilmente; se arrojó del lecho pre- 
suroso, y a medio vestir salió al campo en busca de 
su picazo, 

Costóle trabajo aparejarlo junto a la enramada. 

La humareda envolvía en espesa capa todos los 
objetos; cruzaban por doquiera sombras veloces; los 
ruidos eran colosales. 

Sin perder la serenidad don Manduca concluyó 
su faena, volvióse a las casas, buscó a Montiel y no 
hallándolo se lanzó al valle. 

Iba vociferando, y sus acentos parecían ladridos, 

Pero estas voces no encontraron eco. Un lago 
de fuego se extendía delante avanzando al soplo del 
viento en oleada gigantesca, el humo cubría toda la 
atmósfera haciéndola irrespirable, un millón de chis- 
pas se elevaban en torbellino formando trombas 
mugidoras, y entre resplandores color de sangre solían 
cruzar como saetas de uno a otro extremo fantásticos 
jinetes cuyos caballos parecían alados y arrojar fuego 
por las narices a manera de apocalípticos dragones. 

Con los gritos potentes de Pintos coincidían 
otros gritos extraños, formidables. Nadie oía. Se 
luchaba aisladamente en trazos dispersos de terreno, 
cada uno por su cuenta, por acto de conciencia, por 
hábito del peligro. A los confusos clamores de los 



[70} 



SOLEDAD 



hombres hacía coro un bramido permanente, estridor 
de hierros, crujidos de breñas incendiadas y de cañas 
al reventar como bombas de espoleta, 

Don Manduca retrocedió ante una avalancha 
de novillos furiosos. 

Las briznas ardiendo cual sopladas por inmen- 
sos bodoques empezaban a salpicar cerca del palenque 
estallando como cohetes voladores. 

Pintos clavó espuelas, volviendo riendas a las 
casas. 

Su picazo voló como temiendo sentar los cascos 
en el suelo que venían las llamas arrasando. 

— ¡Erigido! — gritó con energía. 

Y repitió por tres veces su gran voz dirigién- 
dola a todos vientos. 

No obtuvo respuesta. Los ladridos de los mas- 
tines enfurecidos salían del lado opuesto de las ca- 
sas casi ahogados por cien rumores como del fondo 
de una gruta. 

Perdido entre densos nubarrones estuvo a punto 
el jinete de dar contra los muros de las casas; pero 
la débil luz de un candil que proyectábase hacia 
afuera le permitió sujetar a tiempo su cabalgadura. 

En seguida y rápido en todos sus movimientos 
sin pérdida de segundos, el ganadero pareció haberse 
resuelto a una empresa atrevida, vista la enormidad 
del desastre; porque dando vuelta casi entera a los 
ranchos en cuya gira se agitó su picazo a saltos de 
cabra montes mordiendo el freno, tiró a dos manos 
de las riendas frente a una puerta, aplomó al caba- 
llo de súbito con el tirón bestial, alargó el brazo 
fornido y cogió de la cintura a una mujer, cuya silueta 
se destacaba apenas entre la humaza que circuía las 
poblaciones. 

[71] 



EDUARDO ACBVEDO DIAZ 



Esta mujer, que era Soledad, fué levantada como 
una paja por aquel brazo musculoso y sentada en el 
crucero del caballo en un momento. 

— ¿Quién me agarra? — preguntó la criolla 
casi sofocada. 

No le contestó más que un resuello de buey. 
Tras de un nuevo estrujón, volteó a un lado la ca- 
beza desvanecida. 

El caballo revolvióse con su doble carga, y 
arrancó a escape rumbo a la loma. 

A un costado la troja ardía chisporroteando a 
modo de descomunal pabilo, y con su vivo resplandor 
alumbraba el sendero de las tunas y la falda de la 
colina. 

¿Cómo pudo arder tan pronto? De esto no se 
dio cuenta don Manduca. Dentro de la zona aún no 
dominada por el incendio era la troja por él cons- 
truida lo único que llamareaba cual inmenso hachón 
funeral de aquella morada convertida en sepulcro, 
o como roja luminaria encendida para mostrar en ' 
las tinieblas el camino de la fuga. 

En brevísimos instantes Pintos alcanzó la loma, 
aspirando el aire menos impuro a dos pulmones. 

Pero otra sorpresa terrible paró de golpe su 
caballo, el barranco de la Bruja nutrido de malezas 
ardía en toda su extensión reventando como granos 
de sal penachos, alcachofas y borlones y despren- 
diendo de sus antros mefíticos vahos que impregna- 
ban por doquiera la atmósfera. 

Ante aquel límite infranqueable y aquella hon- 
donada profunda de donde salían mil lenguas de 
fuego que lamían ya los pastizales del vallecito ame- 
nazando llevar el estrago hasta la altura, hasta los 
agaves, hasta las poblaciones yendo al encuentro de 



[72] 



SOLEDAD 



las llamas cada vez crecientes que avanzaban de la 
gran llanura; en presencia del peligro inminente de 
morir abrasado dentro de un círculo de espantosas 
hogueras, símil completo del infierno de las estam- 
pas, el ánimo de Pintos vaciló y acometido al fin de 
alguna pavura procuró orientarse, inquiriendo una 
salida antes que el círculo se estrechase. 

j31 calor subía de punto hasta hacerse intolera- 
ble, caía el sudor de su rostro a chorros sobre el 
cuerpo de Soledad, que parecía muerta, el humo au- 
mentaba sus volutas opacas rodando en bajo nivel 
en remolinos, y el caballo lleno de espuma brincaba 
trémulo de terror a todos lados, con la boca ensan- 
grentada y las fosas nasales muy abiertas a modo de 
hornallas encandecidas. 

Don Manduca pensó en su angustia que lo me- 
jor era recostarse al agua y seguir la orilla del monte 
hasta el vado; una vez en éste, la salvación era se- 
gura, porque detrás estaba la sierra con sus frescas 
cañadas y su oxígeno sin miasmas. 

Cuando ya se disponía a seguir adelante cerran- 
do los ojos al peligro, tuvo otra vez que sujetar los 
ímpetus de su caballo ante un ruido sordo y siniestro. 

En el momento mismo un gran grupo de ani- 
males vacunos en frenética carrera cruzó a pocos 
pasos haciendo estremecer el suelo; y estos animales 
con el asta baja y semí-chamuscados bramaron em- 
bravecidos frente al barranco, y al fin se lanzaron 
por encima de aquel purgatorio en tremenda balum- 
ba salvando unos y derrumbándose otros en la cuen- 
ca hasta formar estos últimos con sus cuerpos amon- 
tonados algunos huecos oscuros en la línea del fuego. 

Habían enderezado por instinto hacia el sendero 
que daba acceso al borde opuesto y que ellos mismos 

C73] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



habían modelado con sus plantas cuando se dirigían 
al abrevadero del monte. Los cuerpos se sacudieron 
en aquella parte del barranco breves instantes y 
dispersaron con sus movimientos de agonía las lla- 
mas voraces, quedándose pronto inmóviles sobre su 
lecho de carbones encendidos. 

La tropa vertiginosa parecióle a Pintos una 
manada de monstruos castigada por látigos de hierro 
candente; y desatinado, casi en extravío, se precipitó 
sobre aquel puente lúgubre a cuyos lados se arremo- 
linaban las lengüetas insaciables lamiendo la piel de 
los toros. 

Ya a un paso del puente improvisado asaltóle 
la idea de arrojar su carga para atravesarlo mejor; 
pero cuando a ello se disponía, dos brazos, los de 
Soledad que volvía a su ser de súbito al influjo de 
la atmósfera abrasadora, se ciñeron como tenazas a 
su cintura. 

Don Manduca encajó las espuelas a su caballo 
que bajó al barranco a tropezones y se sentó dos 
veces de manos sobre las reses derrumbadas; y sin 
abandonar la rienda, obluctó por desasirse de la crio- 
lla con su mano de hierro. 

Soledad al sentir el estrujón bestial dió un ala- 
rido. Fué su grito tan desgarrador que el caballo 
pujó valiente y en un arranque desesperado tentó 
alcanzar el opuesto linde; pero sus remos delanteros 
se doblaron de nuevo bajo el peso de la carga . . . 

Don Manduca dominado por el pánico y dando 
suelta a sus instintos cogió a Soledad de las trenzas, 
sacudióla con fuerza irresistible y logrando despren- 
derse de sus brazos, la derribó a un costado. 

El cuerpo de la joven cayó inerte sobre los de 
las bestias agrupados, a un paso de las llamas. 



t74} 



SOLEDAD 



A la voz intensa que ella lanzó había contestado 
otra, más semejante al roncar de un tigre que a un 
acento humano. 

Pintos se imaginó en su desvarío, que era la 
voz de la Bruja; y al mirar a su frente entre la 
humareda clareada por el viento, alcanzó a percibir 
un rostro pálido de ensortijados cabellos y expresión 
diabólica. 



XVII 

Cuando Pablo Luna, abandonando su punto de 
mira precipitóse de nuevo al llano con dirección al 
barranco, llevaba en su cabeza una tormenta. Lo que 
dentro de ella pasaba guardaba armonía con las es- 
cenas que se desenvolvían en el campo de Montiel. 
A la vez que instintos de exterminio y de venganza 
implacable, de ésos que en un organismo rudo no 
parecen nunca satisfechos en presencia del estrago 
mismo, yendo más allá que los de la alimaña incons- 
ciente, agolpándose a su cerebro impetuosas algunas 
ideas nobles, fugaces relámpagos de sus pasiones fér- 
vidas tan puras y sencillas cuanto eran de toscamente 
virginales. Cosas sombrías llenaban su mente, y otras 
la alumbraban como estrellas que lucen entre jirones 
en un cielo de borrasca. Reía como un loco, o sentía 
caer gotas de sus ojos, en rápidas alternativas; rugía 
de cólera, o susurraba un nombre con ternura; y de 
su carcajada imponente o de su llanto repentino, de 
su ira sin freno, de su terneza profunda, por serie 
de intensas emociones, no se daba el otra cuenta sino 
que tenía odio para todos dentro del pecho, y sólo 
un amor allí sublevado, hondo, entrañable, por una 

[75] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



viva y por una muerta. Soledad y la Bruja se dividían 
la parte sana de su corazón «matrero»; una ansia 
indecible y una memoria triste, una moza ardiente y 
una momia helada. Perseguido, acosado, ultrajado, 
era poco para él incendiar y matar; no le enseñaron 
otras reglas, ni sospechaba que existieran. Tampoco 
creía que pudiera quererse a medias. 

Tanto el odio como el amor debían ser grandes 
como el desierto. La luz que venía del cielo al valle 
en parejero con alas, no atravesaba soledades más 
inmensas que el anhelo del gaucho errante por ser 
amado. 

Cuando este anhelo nacía, saltaba por encima 
de la sangre y de las llamas si también lo azuzaba 
el grito de la venganza. Este grito resonaba incesante 
y terrible bajo su cráneo. Al unísono, otra voz le 
decía bajo que tenía por delante la soledad triste, 
por siempre, si no arrastraba otra alma con la suya 
aunque fuera para perderse como dos alúas confun- 
didas en lo espeso de los bosques. 

Reía y lloraba en su carrera fantástica teniendo 
de un lado la llama vivaz y del otro el monte ló- 
brego; y entre la luz denunciadora del delito y la 
fría oscuridad del misterio, su mente divagaba de la 
ilusión al recuerdo y de la Bruja a Soledad, uniendo 
lo ya muerto con lo palpitante, encadenando sus 
instintos para aumentar la potencia de su energía a 
modo de fuerzas contrarias que se atraen y refunden. 

Luego las dudas, los miedos de niño en medio 
de la acción de gigante, los resabios de origen en 
presencia del drama final, acumulaban densas tinie- 
blas en el espíritu de Pablo, que creía espantarlas 
mirando al fuego devorador con rechinamiento de 
dientes y estridor de espuelas. 



[76] 



SOLEDAD 



El alazán volaba por el sendero con el hocico 
levantado y el ojo despavorido. Y cuando pasó los 
cascos casi encima de las llamas iluminándose hasta 
en su último detalle caballo y jinete, el centauro de 
fuego redobló sus rugidos. La carrera se convirtió 
en un vértigo. 

Cruzó campos en medio de mil ecos estrepito- 
sos, siempre vestido de rojo como los diablos de la 
leyenda; derivó por el barranco transformado en to- 
rrente de fuego; escaló la loma, arrojóse al sendero 
de las tunas, y rodeado de cenicientos vapores paróse 
delante de la troja. La hizo arder. Investigó en las 
sombras atento a los movimientos de los ranchos 
echado sobre el cuello del alazán; pudo percibir que 
el riograndense cargaba con Soledad, y bien seguro 
de que la fuga debía ser por el lado del barranco o 
a lo largo del monte hasta alcanzar el vado porque 
el maizal del fondo con su sábana de llama inte- 
rrumpía la salida por el rumbo opuesto, u obligaría 
a un inmenso rodeo, Luna se volvió a toda rienda, 
atravesó el vallecito y luego el barranco que en de- 
terminado lugar permitía el acceso todavía. 



parte deT monte y de la sierra. 

El «gaucho-trova» desmontó allí, y maneó su 
caballo. 

Sin pérdida de un momento corrió al sendero 
que ya estrechaba el fuego. La humaza venía empu- 
jada a esa zona; pero era al propio tiempo la claridad 
tan viva, que los bultos se alcanzaban a ver a regular 
distancia. 

La aproximación de Pintos, fué pues notada por 
Pablo que acechaba su llegada con las boleadoras en 
la mano, en previsión de una vuelta-grupas. 




borde, estaba la soledad oscura, 



[77 3 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Al salto desesperado de los toros sobre el ba- 
rranco, Luna se echó a un lado; dejó pasar el torren- 
te, escurrióse de nuevo en cuatro manos hasta el 
sendero en ese instante relleno con los cuerpos de los 
caídos, y, oyendo la voz herida de Soledad, contestó 
con otra intensa, furibunda, poniéndose de pie y 
brincando con la agilidad del tigre. 

Se encontraba frente al sitio en que había pe- 
leado a brazo partido con los perros cimarrones, la 
noche fatídica en que éstos husmeaban las piltrafas 
de la bruja. 

Viendo doblar los remos al caballo del fugitivo 
sobre los toros muertos, y al jinete derribar a un lado 
con férreo puño y brutal empuje el cuerpo de Sole- 
dad, el «gaucho-trova» dejó caer las boleadoras, des- 
nudó la daga que lució con fulgor de sangre, saltó 
al barranco y asiendo a Pintos aterrado de las barbas 
lo apuñaleó sañudo en el ancho cuello. 

Bañado por un chorro caliente que brotó como 
de un surtidor recio y espumeante, Pablo se puso el 
acero en la boca, y a dos manos sacudió y derrumbó 
al ganadero en el horno espantoso de las breñas. 

El cuerpo macizo de Pintos cayó de cabeza en 
la cuenca hecha ascuas y en ellas se sepultó casi por 
entero, apartando las llamas un instante como al 
soplo de un fuelle; pero éstas pronto cerraron círculo, 
se agrandaron y confundieron en una sus lenguas, 
acogiendo al nuevo combustible con una salva de 
lúgubres crepitaciones. 

Pablo Luna alzó a Soledad en sus dos brazos 
con indecible rapidez, trepó con codos y rodillas el 
repecho a semejanza de una fiera poderosa que arras- 
tra su presa a la guarida, pisó firme el terreno libre, 
orgulloso, alto, vencedor, y expandió sus alientos con- 



(78) 



SOLEDAD 



tenidos, sus cóleras, sus odios, sus amores en un grito 
bronco, gutural y salvaje. 

El alazán bufó espantado. 

Un momento después, Luna con su carga, le 
hacía sentir la espuela dirigiéndose a una abra de la 
sierra. 

Detrás dejaba un horizonte rojo y montes de 
pavesas; por delante se abría el desierto vestido a esa 
hora de luto y se alzaban como mudos gigantes las 
moles de los cerros. 

Y cuando ya lejos de la densa humareda pudo 
ostentarse diáfano el cielo, alumbraron sus pálidas 
estrellas al jinete que a grupas llevaba la guitarra, 
— confidenta amada de sus dolores, y en brazos una 
hermosa — , último ensueño de su vida, adusto, alta- 
nero, hundiéndose por grados en los lugares selvá- 
ticos como en una noche eterna de soledad y misterio. 



£79] 



EL COMBATE DE LA TAPERA 



Era después del desastre del Catalán, más de 
setenta años hace. 

Un tenue resplandor en el horizonte quedaba 
apenas de la lu2 del día. 

La marcha había sido dura, sin descanso 

Por las nances de los caballos sudorosos escapa- 
ban haces de vapores, y se hundían y dilataban alter- 
nativamente sus ijares como si fuera poco todo el 
aire para calmar el ansia ^ los pulmones. 

Algunos de estos genüfasos brutos presentaban 
heridas anchas en los cuellos y pechos, que eran des- 
garraduras hechas por la lanza o el sable. 

En los colgajos de piel había salpicado el lodo 
de los arroyos y pantanos, estancando la sangre. 

Parecían jamelgos de lidia, embestidos y mal- 
tratados por los toros. Dos o tres cargaban con un 
hombre a grupas, además de los jinetes, enseñando 
en los cuartos uno que otro surco rojizo, especie de 
líneas trazadas por un látigo de acero, que eran hue- 
llas recientes de las balas recibidas en la fuga. 

Otros tantos, parecían ya desplomarse bajo el 
peso de su carga, e ibanse quedando a retaguardia 
con las cabezas gachas, insensibles a la espuela» 



[83] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Viendo esto el sargento Sanabria gritó con voz 
pujante; 

—Alto! 

El destacamento se paró. 

Se componía de quince hombres y dos mujeres; 
hombres fornidos» cabelludos, taciturnos y bravios; 
mujeres-dragones de vincha, sable corvo y pie des- 
nudo. 

Dos grandes mastines con las colas barrosas y 
las lenguas colgantes, hipaban bajo el vientre de 
los caballos, puestos los ojos en el paisaje oscuro y 
siniestro del fondo de donde venían, cual si sintie- 
sen todavía el calor de la pólvora y el clamoreo de 
guerra. 

Allí cerca, al frente, percibíase una "tapera" 
entre las sombras. Dos paredes de barro batido sobre 
"tacuaras" horizontales, agujereadas y en parte de- 
rruidas; las testeras, como ei techo, habían desapa- 
recido. 

Por lo demás, varios montones de escombros 
sobre los cuales crecían viciosas las hierbas; y a los 
costados, formando un cuadro incompleto, zanjas 
semi-cegadas, de cuyo fondo surgían saúcos y cicu- 
tas en flexibles bastones ornados de racimos negros 
y flores blancas. 

— A formar en la tapera — dijo el sargento 
con ademán de imperio — . Los caballos de retaguardia 
con las mujeres, a que pellizquen . . . Cabo Mauri- 
cio! haga echar cinco tiradores vientre a tierra, atrás 
del cicutal . . . Los otros adentro de la tapera, a car- 
gar tercerolas y trabucos. Pie a tierra dragones, y 
listo, canejo! 

La voz del sargento resonaba bronca y enérgi- 
ca en la soledad del sitio. 



[84] 



EL COMBATE DE LA TAPERA 



Ninguno replicó. 

Todos traspusieron la zanja y desmontaron, 
reuniéndose poco a poco. 

Las órdenes se cumplieron. Los caballos fueron 
maneados detrás de una de las paredes de lodo seco, 
y junto a ellos se echaron los mastines resollantes. 
Los tiradores se arrojaron al suelo a espaldas de la 
hondonada cubierta de malezas, mordiendo el cartu- 
cho; el resto de la extraña tropa distribuyóse en el 
interior de las ruinas que ofrecían buen número de 
troneras por donde asestar las armas de fuego; y las 
mujeres, en vez de hacer compañía a las transidas 
cabalgaduras, pusiéronse a desatar los sacos de muni- 
ción o pañuelos llenos de cartuchos deshechos, que 
los dragones llevaban atados a la cintura en defecto 
de cananas. > 

Empezaban afanosas a rehacerlos, en cuclillas, 
apoyadas en las piernas de los hombres, cuando caía 
ya la noche. 

— Naide pite, — dijo el sargento — . Carguen 
con poco ruido de baqueta y reserven los naranjeros 
hasta que yo ordene . ♦ . Cabo Mauricio! vea que esos 
mandrias no se duerman si no quieren que les cha- 
musquee las cerdas. . . Mucho ojo y la oreja parada! 

— Descuide, sargento — contestó el cabo con 
gran ronquera — ; no hace falta la advertencia, que 
aquí hay más corazón que garganta de sapo. 

Transcurrieron breves instantes de silencio. 

Uno de los dragones, que tenía el oído en el 
suelo, levantó la cabeza y murmuró bajo: 

— Se me hace tropel ... Ha de ser caballería 
que avanza. 

Un rumor sordo de muchos cascos sobre la al- 



£85] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



fombra de hierbas cortas, empezaba en realidad a 
percibirse distintamente. 

— Armen cazoleta y aguaiten, que ahí vienen 
los portugos. Va el pellejo, barajo! Y es preciso 
ganar tiempo a que resuellen los mancarrones. Ci- 
naca, ¿te queda caña en la mimosa? 

— Está a mitad — respondió la aludida, que era 
una criolla maciza vestida a lo hombre, con las gre- 
ñas recogidas hacia arriba y ocultas bajo un cham- 
bergo incoloro de barboquejo de lonja sobada — . 
Mirá, gúeno es darles un trago a los hombres . . . 

— Dales chinaza a los de avanzada > sin pi- 
jotearles. 

Qriaca se encaminó a saltos, evitando las "ro- 
setas", agachóse y fué pasando el "chifle" de boca 
en boca. 

Mientras esto hacía, el dragón de un flanco le 
acariciaba las piernas y el otro le hacía cosquillas 
en el seno, cuando ya no era que le pellizcaba al- 
guna forma más mórbida, diciendo: ,r luna llena!". 

— ¡Te ha de alumbrar muerto, zafao 1 — con- 
testaba ella riendo al uno; y al otro: — ¡largá lo 
ajeno, indino! — y al de más allá — . — a ver si aflo- 
jás el chisme, mamón! 

Y repartía cachetes. 

— ¡Poca vara alta quiero yo! — gritó el sargen- 
to con acento estentóreo — . Estamos para clavar el 
pico, y andan a los requiebros, golosos. Apártate 
Ciriaca, que aurita no más chiflan las redondas! 

En ese momento acrecentóse el rumor sordo, y 
sonó una descarga entre voceríos salvajes. 

El pelotón contestó con brío. 



[86} 



EL COMBATE DE LA TAPERA 



La tapera quedó envuelta en una densa huma- 
reda sembrada de tacos ardiendo; atmósfera que se 
disipó bien pronto, para volverse a formar entre 
nuevos fogonazos y broncos clamoreos. 



II 

En los intervalos de las descargas y disparos, 
oíase el furioso ladrido de los mastines haciendo 
coro a los temos y crudos juramentos. 

Un semicírculo de fogonazos indicaba bien a 
las claras que el enemigo había avanzado en forma 
de media luna para dominar la tapera con su fuego 
graneado. 

En medio de aquel tiroteo, Ciriaca se lanzó 
fuera con un atado de cartuchos, en busca de Mau- 
ricio. 

Cruzó el corto espacio que separaba a éste de 
la tapera, en cuatro manos, entre silbidos siniestros. 

Los tiradores se revolvían en los pastos como 
culebras, en constante ejercicio de baquetas. 

Uno estaba inmóvil, boca abajo. 

La china le tiró de la melena, y notóla inun- 
dada de un líquido caliente. 

— Mira! — exclamó — , le ha dao en el testuz. 

— Ya no traga saliva, — anadió el cabo — . 
¿Trujiste pólvora? 

— Aquí hay, y balas que hacer tragar a los 
portugos. Lástima que estea oscuro . . . Cómo tiran 
esos mandrias! 

Mauricio descargó su carabina. 



[87} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Mientras extraía otro cartucho del saquillo, 
dijo, mordiéndolo: 

— Antes que éste, ya quisieran ellos otro calor, 
Ah, si te agarran, Ciriaca! A la fija que te castigan 
como a Fermina. 

— Que vengan por carne! — barbotó la china. 

Y esto diciendo, echó mano a la tercerola del 
muerto, que se puso a baquetear con gran destreza. 

— Fuego! — rugía la voz del sargento — . Al 
que afloje lo degüello con el mellao. 



III 

Las balas que penetraban en la tapera, habían 
dado ya en tierra con tres hombres. Algunas, per- 
forando el débil muro de lodo hirieron y derribaron 
varios de los transidos matalotes. 

La segunda de las criollas, compañera de Sa- 
nabria, de nombre Catalina, cuando más recio era el 
fuego que salía del interior por las troneras impro- 
visadas, escurrióse a manera de tigra por el cicutal, 
empuñando la carabina de uno de los muertos. 

Era Cata — como la llamaban — una mujer 
fornida y hermosa, color de cobre, ojos muy negros 
velados por espesas pestañas, labios hinchados y 
rojos, abundosa cabellera, cuerpo de un vigor extra- 
ordinario, entraña dura y acción sobria y rápida. Ves- 
tía blusa y chiripá y llevaba el sable a la bandolera. 

La noche estaba muy oscura, llena de nubes 
tempestuosas; pero los rojos culebrones de las altu- 
ras o grandes "refucilos" en lenguaje campesino, 

C88} 



EL COMBATE DE LA TAPERA 



alcanzaban a iluminar el radio que el fuego de las 
descargas dejaba en las tinieblas. 

Al fulgor del relampagueo, Cata pudo observar 
que la tropa enemiga había echado pie a tierra y 
que los soldados hacían sus disparos de "mampuesta" 
sobre el lomo de los caballos, no dejando más blan- 
co que sus cabezas. 

Algunos cuerpos yacían tendidos aquí y allá. 
Un caballo moribundo con los cascos para arriba se 
agitaba en convulsiones sobre su jinete muerto. 

De vez en cuando un trompa de órdenes lan- 
zaba sones precipitados de atención y toques de gue- 
rrilla, ora cerca, ya lejos, según la posición que 
ocupara su jefe. 

Una de esas veces, la corneta resonó muy pró- 
xima. 

A Cata le pareció por el eco que el resuello 
del trompa no era mucho, y que tenía miedo. 

Un relámpago vivísimo bañó en ese instante 
el matorral y la loma, y permitióle ver a pocos me- 
tros al jefe del destacamento portugués que dirigía 
en persona un despliegue sobre el flanco, montado 
en un caballo tordillo. 

Cata, que estaba encogida entre los saúcos, lo 
reconoció al momento. 

Era el mismo; el capitán Heitor, con su mo- 
rrión de penacho a2ul, su casaquilla de alamares, 
botas largas de cuero de lobo, cartera negra y pisto- 
leras de piel de gato. 

Alto, membrudo, con el sable corvo en la dies- 
tra, sobresalía con exceso de la montura, y hacía 
caracolear su tordillo de un lado a otro, empujando 



[89} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



con los encuentros a los soldados para hacerlos entrar 
en fila. 

Parecía iracundo, hostigaba con el sable y pro- 
rrumpía en denuestos. 

Sus hombres, sin largar los cabestros y sufrien- 
do los arranques y sacudidas de los reyunos alboro- 
tados, redoblaban el esfuerzo, unos rodilla en tierra, 
otros escudándose en las cabalgaduras. 

Chispeaba el pedernal en las cazoletas en toda 
la línea, y no pocas balas caían sin fuerza a corta 
distancia, junto al taco ardiendo. 

Una de ellas dió en la cabeza de Cata, sin he- 
rirla, pero derribándola de costado. 

En esa posición, sin lanzar un grrto, empezó 
a arrastrarse en medio de las malezas hacía lo intrin- 
cado del matorral, sobre el que apoyaba su ala Heitor. 

Una hondonada cubierta de breñas favorecía 
sus movimientos. 

En su avance de felino, Cata llegó a colocarse 
a retaguardia de la tropa, casi encima de su jefe. 

Oía distintamente las voces de mando, los la- 
mentos de los heridos, y las frases coléricas de los 
soldados, proferidas ante una resistencia inesperada, 
tan firme como briosa. 

Veía ella en el fondo de las tinieblas la man- 
cha más oscura aún que formaba la tapera, de la 
que surgían chisporroteos continuos y lúgubres sil- 
bidos que se prolongaban en el espacio, pasando con 
el plomo mortífero por encima del matorral; a la 
ve2 que percibía a su alcance la masa de asaltantes 
al resplandor de sus propios fogonazos, moviéndose 
en orden, avanzando o retrocediendo, según las vo- 
ces imperativas. 



EL COMBATE DE LA TAPERA 



IV 

De la tapera seguían saliendo chorros de fuego 
entre una humareda espesa que impregnaba el aire 
de fuerte olor a pólvora. 

En el drama del combate nocturno, con sus 
episodios y detalles heroicos, como en las tragedias 
antiguas, había un coro extraño, lleno de ecos pro- 
fundos, de ésos que sólo parten de la entraña heri- 
da. Al unísono con los estampidos, oíanse gritos de 
muerte, alaridos de hombre y de mujer unidos por 
la misma cólera, sordas ronqueras de caballos espan- 
tados, furioso ladrar de perros; y cuando la radiación 
eléctrica esparcía su intensa claridad sobre el cuadro, 
tiñéndolo de un vivo color amarillento, mostraba 
el ojo del atacante, en medio de nutrido boscaje, 
dos picachos negros de los que brotaba el plomo, y 
deformes bultos que se agitaban sin cesar como en 
una lucha de cuerpo a cuerpo. Los relámpagos sin 
sene de retumbos, a manera de gigantescas cabelle- 
ras de fuego desplegando sus hebras en el espacio 
lóbrego, contrastaban por el silencio con las rojizas 
bocanadas de las armas seguidas de recias detona- 
ciones. El trueno no acompañaba al coro, ni el rayo 
como ira det cielo la cólera de los hombres. En cam- 
bio, algunas gruesas gotas de lluvia caliente golpea- 
ban a intervalos en los rostros sudorosos sin atenuar 
por eso la fiebre de la pelea. 

El continuo choque de proyectiles había con- 
cluido por desmoronar uno de los tabiques de barro 
seco, ya débil y vacilante a causa de los ludimientos 
de hombres y de bestias, abriendo ancha brecha por 
la que entraban las balas en fuego oblicuo. 



[91} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



La pequeña fuerza no tenía más que seis sol- 
dados en condiciones de pelea. Los demás habían 
caído uno en pos del otro, o rodado heridos en la 
zanja del fondo, sin fueras ya para el manejo del 
arma. 

Pocos cartuchos quedaban en los saquillos. 

El sargento Sanabria empuñando un trabuco, 
mandó cesar el fuego, ordenando a sus hombres que 
se echaran de vientre para aprovechar sus últimos 
tiros cuando el enemigo avanzase. 

— Ansí que se quemen ésos — añadió — monte 
a caballo el que pueda, y a rumbear por el lao de 
la cuchilla . . . Pero antes, naide se mueva si no 
quiere encontrarse con la boca de mi trabuco. . . ¿Y 
qué se han hecho las mujeres? No veo a Cata. . . 

— Aquí hay una — contestó una voz enronque- 
cida — . Tiene rompida la cabeza, y ya se ha puesto 
medio dura . . . 

— Ha de ser Ciriaca. 

— Por lo motosa es la mesma, a la fija. 

— Cállense! — dijo el sargento. 

El enemigo había apagado también sus fuegos, 
suponiendo una fuga, y avanzaba hacia la "tapera". 

Sentíase muy cercano ruido de caballos, cho-' 
que de sables y crujido de cazoletas. 

— No vienen de a pie, — dijo Sanabria — . Me- 
nudeen bala! 

Volvieron a estallar las descargas. 

Pero, los que avanzaban eran muchos, y la re- 
sistencia no podía prolongarse. 

Era necesario morir o buscar la salvación en 
las sombras y en la fuga. 

El sargento Sanabria descargó con un bramido 
su trabuco. 



(92} 



EL COMBATE DE LA TAPERA 



Multitud de balas silbaron al frente; las cara- 
binas portuguesas asomaron casi encima de la zanja 
sus bocas a manera de colosales tucos, y una humaza 
densa circundó la "tapera" cubierta de tacos infla- 
mados. 

De pronto, las descargas cesaron, 

Al recio tiroteo se siguió un movimiento con- 
fuso en la tropa asaltante, choques, voces, tumultos, 
chasquidos de látigos en las tinieblas, cual si un 
pánico repentino la hubiese acometido; y tras de 
esa confusión pavorosa algunos tiros de pistola y 
frenéticas carreras, como de quienes se lanzan a' es- 
cape acosados por el vértigo. 

Después un silencio profundo . . . 

Sólo el rumor cada vez más lejano de la fuga, 
se alcanzaba a percibir en aquellos lugares desiertos, 
y minutos antes animados por el estruendo. Y hom- 
bres y caballerías, parecían arrastrados por una trom- 
ba invisible que los estrujara con cien rechinamien- 
tos entre sus poderosos anillos. 



V 

Asomaba una aurora gris-cenicienta, pues el 
sol era impotente para romper la densa valla de 
nubes tormentosas, cuando una mujer salía arras- 
trándose sobre manos y rodillas del matorral vecino; 
y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se detenía 
sin duda a cobrar alientos, arrojando una mirada 
escudriñadora por aquellos sitios desolados. 

Jinetes y cabalgaduras entre charcos de sangre, 
tercerolas, sables y morriones caídos acá y acullá, 

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EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



tacos todavía humeantes, Ianzones mal encajados en 
el suelo blando de la hondonada con sus banderolas 
hechas flecos, algunos heridos revolviéndose en las 
hierbas, lívidos, exangües, sin alientos para alzar la 
voz: tal era el cuadro en el campo que ocupó el 
enemigo. 

El capitán Heitor, yacía boca abajo junto a un 
abrojal ramoso. 

Una bala certera disparada por Cata lo había 
derribado de los lomos en mitad del asalto, produ- 
ciendo el tiro y la caída la confusión y la derrota 
de sus tropas, que en la oscuridad se creyeron aco- 
metidas por la espalda. 4 

Al huir aturdidos, presos de un terror súbito, 
descargaron los que pudieron sus grandes pistolas 
sobre Tas breñas, alcanzando a Cata un proyectil en 
medio del pecho. 

De ahí le manaba un grueso hilo de sangre negra. 

El capitán aún se movía. Por instantes se cris- 
paba violento, afeándose sobre los codos, para volver 
a quedarse rígido. La bala le había atravesado el 
cuello, que tenía todo enrojecido y cubierto de cua- 
jarones. 

Revolcado con las ropas en desorden y las es- 
puelas enredadas en la maleza, era el blanco del ojo 
bravio y siniestro de Cata, que a él se aproximaba 
en felino arrastre con un cuchillo de mango de asta 
en la diestra. 

Hacia el frente, veíase la tapera hecha terro- 
nes; la zanja con el cicutal aplastado por el peso 
de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se 
manearon los caballos, un montón deforme en qfce 
sólo se descubrían cabezas, brazos y piernas de hom- 
bres y matalotes en lúgubre entrevero. 



[94] 



EL COMBATE DE LA TAPERA 



El llano estaba solitario. Dos o tres de los ca- 
ballos que habían escapado a la matarla, mustios, 
con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pug- 
naban por triscar los pastos a pesar del freno. Salía- 
les junto a las coscojas un borbollón de espuma san- 
guinolenta. 

Al otro flanco, se alzaba un monte de talas 
cubierto en su base de arbustos espinosos. 

En su orilla, como atisbando la presa, con los 
hocicos al viento y las narices muy abiertas, ávidas 
de olfateo, media docena de perros cimarrones iban 
y venían inquietos lanzando de vez en cuando sordos 
gruñidos. 

Catalina, que había apurado su avance, llegó 
junto a Heitor, callada, jadeante, con la melena suel- 
ta como un marco sombrío a su faz bronceada: re- 
incorporóse sobre sus rodillas, dando un ronco resue- 
llo, y buscó con los dedos de su izquierda el cuello 
del oficial portugués, aparcando el líquido coagu- 
lado de los labios de la herida. 

Si hubiese visto aquellos ojos negros y fijos; 
aquella cabeza crinuda inclinada hacia él, aquella 
mano armada de cuchillo, y sentido aquella respira- 
ción entrecortada en cuyos hálitos silbaba el ins- 
tinto como un reptil quemado a hierro, el brioso 
soldado hubiérase estremecido de pavura. 

Al sentir la presión de aquellos dedos duros 
como garras, el capitán se sacudió, arrojando una 
especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; 
pero ella, muda e implacable, introdujo allí el cu- 
chillo, lo revolvió con un gesto de espantosa saña, 
y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo 
sus rodillas la mano de la víctima, que tentó alzarse 
convulsa. 



{95] 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



— Al ñudo ha de ser! — rugió el dragón-hem- " 
bra con ira reconcentrada. 

Tejidos y venas abriéronse bajo el acerado filo 
hasta la tráquea, la cabeza se alzó besando dos veces 
el suelo, y de la ancha desgarradura saltó en espeso 
chorro toda la sangre entre ronquidos. 

Esa lluvia caliente y humeante bañó el seno 
de Cata, corriendo hasta el suelo. 

Soportóla inmóvil, resollante, hoscosa, fiera; y 
al fin, cuando el fornido cuerpo del capitán cesó de 
sacudirse quedándose encogido, crispado, con las ' 
uñas clavadas en tierra, en tanto el rostro vuelto 
hacia arriba enseñaba con la boca abierta y los ojos 
saltados de las órbitas, el ceño iracundo de la última 
hora, ella se pasó el puño cerrado por el seno de 
arriba a abajo con expresión de asco, hasta hacer 
salpicar los coágulos lejos, y exclamó con indecible 
rabia: 

— Que la lamban los perros! 

Luego se echó de bruces, y siguió arrastrándose 
hasta la tapera. 

Entonces, los cimarrones coronaron la loma* 
dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto podíaü 
sus pescuezos de erizados pelos como para aspirar *, 
mejor el fuerte vaho de los declives. 



VI 

* 

Algunos cuervos enormes, muy negros, de ca- 
beza pelada y pico ganchudo, extendidas y caál 
inmóviles las alas empezaban a poca altura sus gires 
en el espacio, lanzando su graznido de ansia lúbrica 
como una nota funeral. 



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EL COMBATE DE LA TAPERA 



Cerca de la zanja, veíase un perro cimarrón 
con el hocico y el pecho ensangrentados. Tenía pro- 
piamente botas rojas, pues parecía haber hundido 
los remos delanteros en el vientre de un cadáver. 

Cata alargó el brazo, y lo amenazó con el 
cuchillo. 

El perro gruñó, enseñó el colmillo, el pelaje 
se le erizó en el lomo y bajando la cabeza preparóse 
a acometer, viendo sin duda cuán sin fuerzas se 
arrastraba sú enemigo. 

— Vení, Canelón! — gritó Cata colérica, como 
si llamara a un viejo amigo — . A él, Canelón! . . . 

Y se tendió, desfallecida. ■ . 

Allí, a poca distancia, entre un montón de cuer- 
pos acribillados de heridas, polvorientos, inmóviles 
con la profunda quietud de la muerte, estaba echado 
un mastín de piel leonada como haciendo la guardia 
a su amo. 

-Un proyectil le había atravesado las paletas en 
su parte superior, y parecía postrado y dolorido. 

Más lo estaba su amo. Era éste el sargento 
Sanabria, acostado de espaldas con los brazos sobre 
el pecho, y en cuyas pupilas dilatadas vagaba todavía 
una lumbre de vida. 

Su aspecto era terrible. 

La barba castaña recia y dura, que sus soldados 
comparaban con el borlón de un toro, aparecía te- 
ñida de roji-negro. 

Tenía una mandíbula rota, y los dos fragmen- 
tos del hueso saltado hacia afuera entre carnes 
trituradas. 

En el pecho, otra herida. Al pasarle el plomo 
el tronco, habíale destrozado una vértebra dorsaL 



(97} 



EDUARDO ACEVEDO DIAZ 



Agonizaba tieso, aquel organismo poderoso. 

AI grito de Cata, el mastín que junto a éi 
estaba, pareció salir de su sopor; fuése levantando 
trémulo, como entumecido, dio algunos pasos inse- 
guros fuera del cicutal y asomó la cabe2a . . . 

El cimarrón bajó la cola y se alejó relamién- 
dose los bigotes, a paso lento, importándole más el, 
festín que la lucha, Merodeador de las breñas, com- 
pañero del cuervo, venía a hozar en las entrañas 
frescas, no a medirse en la pelea. 

Volvióse a su sitio el mastín, y Cata llegó a 
cruzar la zanja y dominar el lúgubre paisaje. 

Detuvo en Sanabria, tendido delante, sobre 
lecho de cicutas, sus ojos negros, febriles, relucien- 
tes, con una expresión intensa de amor y de dolor. 

Y arrastrándose siempre llegóse a él, se acostó 
a su lado, tomó alientos, volvióse a incorporar con 
un quejido, lo besó ruidosamente, apartóle las ma- 
nos del pecho, cubrióle con las dos suyas la herida 
y quedóse contemplándole con fijeza, cual si obser- 
vara cómo se le escapaba a él la vida y a ella 
también. 

Nublábansele las pupilas al sargento, y Cata; 
sentía que dentro de ella aumentaba el estrago ea 
las entrañas. 

Giró en derredor la vista quebrada ya, casi exan- 
güe, y pudo distinguir a pocos pasos una cabeza 
desgreñada que tenía los sesos volcados sobre los 
párpados a manera de horrible cabellera. El cuerpo 
estaba hundido entre las breñas. 

— Ah! . . . Ciriaca! — exclamó con un hipo 
violento. 



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EL COMBATE DE LA TAPERA 



En seguida extendió los brazos, y cayó a plomo 
sobre Sanabna. 

El cuerpo de este se estremeció; y apagóse de 
súbito el pálido brillo de sus ojos. 

Quedaron formando cruz, acostados sobre la 
misma charca, que Canelón olfateaba de vez en 
cuando entre hondos lamentos. 



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